lunes, 15 de diciembre de 2014

En la Playa



        El calderón o ballena piloto, conocido en Ceuta como negro, es un cetáceo costero, los machos llegan a medir casi 7 metros. Se encuentran en manadas de 10 a 50 ejemplares y son temibles para todos lo túnidos, en general y especialmente para los bonitos.

        Hace unos meses, en San Fernando, es decir la Isla de León,  provocados por mi curiosidad, mi cuñado Fali y mi padre mantuvieron una discusión que sin ser agria, algo imposible entre ellos, no llegó a un acuerdo, y me dejó más dudas que otra cosa, hasta que mi padre dictó su sentencia inapelable, por lo tanto comprendí que, desgraciadamente llevaba razón mi cuñado.



         Fali sostenía que eran los pescadores caballas, los mejores del mundo según afirma categóricamente mi padre sin que deje lugar alguno a la duda, los causantes de que los negros y las tollinas (delfines) aparecieran heridos y agonizantes en la playa, los primeros porque ahuyentaban la pesquera y, en otros casos rompieran las artes con sus dientes para comerse los peces atrapados en ellas, los segundos porque quieren jugar con los pescadores cuando hay faena y les entretienen y no se hace nada, solo jugar. Lo más convincente, como ya dije, me lo aportó el viejo pescador que siempre será mi padre, refiriéndose a las segundas que, al fin y al cabo cometían el mismo pecado, pero un pescador de verdad nunca lo haría porque  matar a un delfín es ruina.


En la playa, con los torpes rugidos
de la tarde
coronando el humo de trabajo 
en las fábricas,
cuando se abría una nube clara
y el azul se hincaba en sus rodillas,
el deseo se enamoró
de una niña que venía de lejos
y derramó la magia de sus ojos
en mis pupilas,
mientras mojaba sus pies en nuestras aguas.

En la playa, gimiendo,
debajo del ruido de las máquinas,
un negro aleteaba lentamente.

Las muerte le impedía
volver
al mar abierto, al oleaje.


La calma había vuelto
para cerrar su única salida
entre las rocas.

¿Recuerdas, ¡oh, tú, niña!
aquella tarde?

Yo supe del amor,  de la amargura
  y aún hoy
no puedo discernir
la voz de aquel gemido
que te entregó esta canción desesperada.



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Debo tener en cuenta lo que me dijiste algún día y no escuchar tu silencio de ahora.