La última vez que te vi parecías más joven,
las arrugas y los gestos habían enaltecido
tu rostro taciturno y adusto de profeta;
no volverá la vieja revolución confusa
que llenó de fantasmas la residencia de los dioses.
Recordabas al poeta
que empezaba a cantar a los perdidos
e inclinado en un alféizar
miraba la calle de una ciudad sin alma;
con una pistola en una mano
y en la otra una rosa.
Como en los mártires,
a los que quizás nunca rezaste,
el sufrimiento no se había llevado
tu gesto de contenida tristeza,
ni la calma de tus ojos,
y una aureola mostraba
la profundidad insondable
de tu herida más reciente.
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Debo tener en cuenta lo que me dijiste algún día y no escuchar tu silencio de ahora.