Gracias,
Leonard, por haberme dejado
escuchar el gemido disperso en tus tormentas,
por haber resistido en tu torre
de canción apasionada
mientras pasaban amantes y amigos,
y caían tantos sueños que se creían eternos,
por las horas que aliviaste el dolor de mi letargo
y lo mecías en el viento con una rara elegancia
que aún brota en el invierno de tus ansias de conquista,
en los campos sembrados de espinas y alambradas
del amor y el desengaño,
por haberme hecho olvidar tantas veces con tu verso
el destino inexorable del poeta.
Desconozco
la consideración literaria de Brassens o Brel en Francia o la de Bob
Dylan y Leonard Cohen en la América anglosajona en estos días, solo el tiempo
nos podrá decir donde estarán sus poemas cuando les quiten la música y tengan
que danzar sin acompañamiento ni luces de candilejas.
Yo
no podré verlo casi con toda seguridad porque estaré discutiendo con Plutón; la
poesía ha sido expulsada a un lugar donde no existe la sonrisa, pero no me cabe
la menor duda de que ellos estarán ahí en lo alto cuando transcurra el tiempo y
se hable del nuestro porque no solo escribieron con una calidad
insultante sino que supieron extraer muchas de las contradicciones intemporales
del ser humano y las supieron encajar con emoción y acierto en la época que les
tocó vivir.
Centrándonos
en Cohen podemos observar que siempre se puso serio cuando trataba con la
palabra y la música y el misterio de su combinación, que en la genial y
escalofriante variación del "Pequeño vals vienés" de Lorca (Take this
Waltz) tuvo un amago de depresión profunda, y es un poema maravilloso que
merecía la pena que se intentara transmitir a los muchachos nuevos y, al menos
en español, lleno de una intrínseca musicalidad. Hace ya mucho tiempo que
descubrí que el arte no es entretenimiento, aunque lo pueda tener, y que la
poesía tiene muchos caminos, que este poeta es imprescindible porque encontró
el suyo mirándose hacia dentro como un pájaro que se arrastra en los cables,
como un borracho sereno que ha olvidado su nombre en un tugurio portuario de
una isla asustada que es la mía y llora su soledad en las noches de levante y
de zozobra.
Si
yo hubiera pensado un poco más probablemente no habría escrito ningún poema, me
habría acordado de mi propia intrascendencia, me habría puesto melancólico
acuciado por los años que llevaba esperando un momento como ése; estar a pocos
metros de uno de los ídolos de mi lejana juventud y tocarlo con la mirada.
Recuerdo que empecé este poema en el tren el día anterior al concierto.
Simplemente quise reflejar mi asombro y mi agradecimiento ante el encuentro con
uno de esos mitos que se mantienen a pesar de la inconsistencia afectiva de un
período precipitado a devorar a los ídolos y sepultar su recuerdo, insistí en su
poesía porque en ella encontré la esencia de un hombre que había vivido intensamente la verdad y la mentira, que
llevaba continuamente puesto un sombrero gris para evitar que se le viera el
cabello canoso y ya escaso.
Quedé
sorprendido por la duración del concierto y por cómo se condujo sobre el
escenario en algunas canciones, aún lo veo agradecido a un país que le
transmitía hermosas vibraciones y tragedias; español era aquel artista callejero que le
enseñó una nueva forma de abrazar la guitarra y el poeta que le había
obsesionado hasta el punto de ponerle a su hija como nombre su apellido. No
podré nunca olvidar que se arrodillara al cantar “Hallelujah”, allí, con
setenta y ocho años y un pasado que no podría abandonar nunca aunque lo había
intentado aunque tuvo que volver a la carretera y los estudios arruinado por su representante, consejera y, quizás, amante.
Volvió a
recordar un repertorio cuyas mejores piezas tenían mucho tiempo, era una suerte
inmensa que fuera así, que rindiera un amplio tributo a sus primeros escarceos
en el mundo de la música, creo que intuía con la sabiduría otorgada por una
vejez esplendorosa que sus mejores versos serían recitados cuando hablaran de
este tiempo confuso entre la revolución marchita de las flores y la Guerra del
Vietnam, de este mundo arbitrario que se arrastra entre las cenizas de un
pensamiento angustiado por la hipocresía que se muestra ante los diferentes
conflictos y regímenes políticos.
Aunque
no cantó mi canción favorita; "Uno de nosotros no puede estar
equivocado", ésta no dejó de sonar para mí en las casi cuatro horas que
duró el concierto. Sí, también yo torturé el vestido que ella llevaba por el
mundo para olvidar, no hizo falta que la cantara para que yo sintiera como
sería ese momento, no me importa que casi todos la hayan olvidado, mi corazón
me dice que es una obra maestra incuestionable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Debo tener en cuenta lo que me dijiste algún día y no escuchar tu silencio de ahora.