Siempre arrastré
las llagas de tu culpa
y lloré por las
cartas que no quise leer,
por las
llamadas
que no quise
escuchar
mientras me
acorralaba tu presencia y tu vestido
en una sala
oscura que nunca frecuentaste
y me miraba como
si fuera un hijo de las sombras,
lloré por el
rechazo
que ahondaba en
mis venas
de todo lo que
me llegaba de ti en esos días.
Regresé de la muerte para hablarle a la soledad
y sentir en su
desierto
el miedo y
el aullido de los profetas olvidados,
las islas que
emergían
entre los
edificios derruidos
de una ciudad
antigua que no podía acogerme
sin tus brazos,
tu recuerdo, tu esperanza,
escribí palabras
de amor en el corazón del puente
que no quería
llevar tu nombre
y no esperaba a nadie entre la gente solitaria
que duerme donde
la calle no encuentra otro camino,
sufrí en los
lugares que tuvieron nuestra risa,
en el desapego
que sentiste
por tu propia
imagen en mi desvelo,
por las ideas
que ya no cultivabas en el jardín
erigido por las
ramas de mi fragilidad y mis temblores,
por la memoria
de la niña que jugaba
entre mis notas
y el olvido,
que no conoce el
rumor de las hojas y los veneros,
ya no mira el
interior de la colina y no vuelve a tu rostro.
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Debo tener en cuenta lo que me dijiste algún día y no escuchar tu silencio de ahora.