A Pascual, Pedro y Lluvia. Ellos y otros compañeros de Aires de libertad han hecho que aún me quede un hilo para seguir creyendo en el Hombre. Quizás pueda volver a volar en la cola del cometa.
Hay que dar un sentido a la
vida de los hombres
Todos, bajo
las palabras contradictorias, sentimos los mismos impulsos. La dignidad de los
hombres, el pan de nuestros hermanos. Nos dividimos sobre métodos que son fruto
de nuestros razonamientos, no sobre los objetivos. Y vamos a la guerra los unos
contra los otros en la dirección de las mismas tierras prometidas.
Basta, para reconocerlo,
con observarnos desde un poco lejos. Entonces se nos descubre en guerra contra
nosotros mismos. Entonces, nuestras divisiones, nuestras luchas, nuestras
afrentas son las de un mismo cuerpo que se contrae sobre sí mismo y se desgarra
en la sangre del alumbramiento. Algo surgirá, que superará estas imágenes
diversas, pero debemos apresurarnos en forjar la síntesis. Hay que ayudar a la
liberación, no sea que nos arrastre a la muerte. No olvidéis que hoy la guerra
se practica con los torpedos y el gas mostaza. La atención a la guerra ya no es
confiada a una delegación de la nación que recoja los laureles sobre las
fronteras y, a un precio más o menos oneroso, enriquezca, tengo que admitirlo,
el patrimonio espiritual de un pueblo. Hoy día la guerra no es más que una
cirugía de insecto que dirige sus picaduras a los ganglios del adversario. A
partir de la declaración de una guerra, explotarán nuestras estaciones,
nuestros puentes, nuestras fábricas. Nuestras ciudades asfixiadas esparcirán su
población por los campos. Y, desde un primer momento, Europa1, un organismo con doscientos millones de hombres, habrá perdido su sistema
nervioso, como quemado por un ácido, sus centros de control, sus glándulas
reguladoras, sus conductos quilíferos, no constituirá más que un enorme cáncer
y comenzará, in situ, a descomponerse. ¿Cómo alimentaréis a estos
doscientos millones de hombres? Ellos no desenterrarán jamás bastantes raíces.
Cuando la contradicción
se vuelve tan apremiante, hay que apresurarse para superarla. Pues nada somete
a una necesidad que busca su expresión. Si encuentra, a falta de algo mejor,
esta expresión en una ideología que conduce a la guerra2, no dudemos en absoluto; haremos la guerra. Podemos responder mejor que a
través de la guerra a las necesidades que atormentan al hombre, pero es inútil
negarlas. Podéis gritar vuestras razones por las que odiar la guerra a
este oficial del Sur de Marruecos que conocí, del cual no me atrevo a dar el
nombre, por temor a molestarle. Si no queda convencido, no le tratéis en
absoluto como un bárbaro. Escuchad primero este recuerdo.
Él estaba al mando,
durante la guerra del Rif, de un pequeño puesto situado en un rincón entre dos
montañas disidentes. Una noche recibía a unos parlamentarios descendidos del
macizo del Oeste. Bebían té, como es debido, cuando estalló un tiroteo. Las
tribus del macizo del Este cargaban contra el puesto. Al capitán que se
despedía de ellos para poder combatir, los parlamentarios enemigos le
respondieron: " Hoy somos tus huéspedes, Dios no permite que te
abandonemos..." Se unieron a sus hombres, salvaron el puesto y regresaron
a su disidencia.
Pero la víspera del día
que, a su vez, se preparan para atacar al capitán, he aquí que vuelven de
nuevo.
"La otra noche, te
ayudamos...
·
Es cierto.
·
Gastamos
trescientos cartuchos por ti.
·
Es cierto.
·
Lo
justo sería que nos los devolvieras.
Y el capitán, gran señor,
no puede aprovecharse de una ventaja que menoscabaría su nobleza. Les devuelve
los cartuchos por los que quizás llegue a morir.
La verdad, para el
hombre, es lo que hace de él un hombre. Cuando aquel que ha conocido esta
altura en las relaciones, esta lealtad en el juego, este don mutuo de una
consideración que compromete la vida, compara esta expansión, que le fue
permitida, con la mediocre calidad del demagogo que habría expresado su
fraternidad a los propios árabes con grandes palmadas en la espalda, que,
quizás, habría halagado al individuo, pero humillado al hombre que hay en él,
aquel no sentirá hacia vosotros, si le censuráis, más que una piedad un poco
despectiva. Y tendrá razón.
No intentéis explicar a
un tal Mermoz que desciende la vertiente chilena de los Andes, con su victoria
en el corazón, que se ha equivocado, que una carta, quizás de un vendedor, no
valía el riesgo de su vida. Mermoz se reirá de vosotros. La verdad es el hombre
que nació en él cuando atravesaba los Andes.
Y si el alemán, hoy, está
preparado para derramar su sangre por Hitler, entonces comprended que es inútil
contradecir a Hitler. Esto es porque el alemán encuentra en Hitler la ocasión
de entusiasmarse y de ofrecer su vida, pues para este alemán, todo esto es
grande. ¿No comprendéis que la potencia de un movimiento reposa en el hombre al
que libera?
¿No
comprendéis que su don, el riesgo, la fidelidad hasta la muerte, son ejercicios
que contribuyeron de sobras a crear la nobleza del hombre? Cuando buscáis un
modelo que proponer, descubrís al piloto que se sacrifica por su correo, al
médico que muere en el frente de las epidemias, al meharista3 que, a la cabeza de su pelotón moro, se hunde en la indigencia y la
soledad. Algunos mueren cada año. ¿Incluso si su sacrificio es en apariencia
inútil, creéis que no ha servido para nada? Han marcado en primer lugar una
bella imagen en la pasta virgen que somos, han sembrado en la conciencia del
niño pequeño mecido por los cuentos surgidos de sus gestas. Nada se pierde y
hasta el monasterio encerrado entre muros resplandece.
¿No
comprendéis que, en alguna parte, hemos tomado el camino equivocado? La
termitera humana es más rica que antes, disponemos de más bienes y ocio, y, sin
embargo, nos falta algo esencial que no sabemos definir. Nos sentimos menos
hombres, hemos perdido en alguna parte las prerrogativas misteriosas.
He criado
gacelas en Juby4. Todos allí hemos criado gacelas. Las
encerrábamos en una finca de enrejado, al aire libre, pues a las gacelas les
hace falta el agua corriente de los vientos, y nada es tan frágil como ellas.
Capturadas jóvenes, sobreviven sin embargo y comen de vuestra mano. Se dejan
acariciar y hunden su hocico húmedo en el hueco de la palma. Se las cree
domesticadas. Se cree haberlas protegido de la pena desconocida que apaga sin
ruido a las gacelas, y les provoca la muerte más tierna. Pero llega el día en
que las encontráis, presionando con sus pequeños cuernos el cercado, en dirección
al desierto. Están imantadas. Ellas no saben que os huyen; la leche que le
lleváis, vienen a beberla, se dejan todavía acariciar, hunden con más ternura
todavía el hocico en vuestra palma…Pero, apenas las soltáis, descubrís que
después de un aparente galope dichoso vuelven de nuevo contra el enrejado. Y,
si no intervenís más, permanecen allí, incluso sin intentar luchar contra la
barrera, apoyándose simplemente contra ella, la nuca baja, con sus pequeños
cuernos, hasta morir. ¿Es la temporada de celo, o la simple necesidad de un
galope largo hasta perder el aliento? Ellas lo ignoran. Sus ojos no estaban aún
abiertos cuando las capturasteis. No saben nada de la libertad en las arenas,
ni del olor del macho. Pero sois más inteligentes que ellas. Sabéis lo que
buscan, es la extensión la que las colmará. Quieren ser gacelas y bailar su
danza. A ciento treinta kilómetros por hora, quieren conocer la fuga
rectilínea, cortada por bruscos brincos, como si, aquí y allá, las llamas
escaparan de la arena. ¡Poco importan los chacales, si la verdad de las gacelas
es saborear el miedo que solo las obliga a superarse, y provoca en ellas las
más altas acrobacias! Qué importa el león si la verdad de las gacelas es yacer
abiertas por un golpe de garras bajo el sol. Las miráis y pensáis: aquí están
presas de la nostalgia... La nostalgia, es el deseo de no se sabe qué. Existe
el objeto del deseo pero no hay palabras para decirlo5.
¿Y a
nosotros, qué nos falta?
¿Cuáles son los espacios
que pedimos que se nos abran? Buscamos liberarnos de los muros de una prisión
que se espesa a nuestro alrededor. Se pensaba que, para crecer, bastaba con
vestirnos, alimentarnos, responder a todas nuestras necesidades. Poco a poco
crearon en nosotros al pequeño burgués de Courteline, al político de pueblo, al
técnico cerrado a toda la vida interior. Se nos instruye, me responderéis, se
nos ilustra, se nos enriquece mejor que antes con las conquistas de nuestra
razón. Pero se hace una pobre idea de la cultura del espíritu aquel que cree
que ella se basa en el conocimiento de fórmulas, en el recuerdo de resultados
adquiridos6. El mediocre que ha quedado el último en
la Politécnica sabe más sobre la naturaleza y sobre sus leyes que Descartes,
Pascal y Newton. Sin embargo se muestra incapaz de lograr uno solo de los
planteamientos de los que fueron capaces Descartes, Pascal y Newton. A estos se
les cultivó primero. Pascal, ante todo, es un estilo. Newton, ante todo, un
hombre. Se hizo espejo del universo. La manzana madura que cae en un prado, las
estrellas de la noche de julio, él escuchó que hablaban la misma lengua. La
ciencia, para él, era la vida.
He aquí que descubrimos
con sorpresa que hay condiciones misteriosas que nos fertilizan. Unidos a los
otros por un objetivo común y que se sitúa fuera de nosotros, solamente
entonces respiramos. Nosotros, los hijos de la era de la comodidad, sentimos un
inexplicable bienestar al compartir nuestros últimos víveres en el desierto. A
todos aquellos entre nosotros que han conocido la gran alegría de las
reparaciones en el Sahara, cualquier otro placer les pareció insignificante.
Por lo
tanto, no os asombréis. Aquel que no sospechaba nada del desconocido que dormía
en él, pero le ha sentido despertarse, una vez, en un sótano de anarquistas, en
Barcelona, a causa del sacrificio de la vida, de la solidaridad, de una imagen
rígida de la justicia, no conocerá más que una verdad: la verdad de los
anarquistas. Y aquel que haya una vez montado guardia para proteger a una
comunidad de monjitas arrodilladas, aterrorizadas, en los monasterios de
España, morirá por la Iglesia de España.
Queremos
ser liberados. Quien da un golpe de pico quiere encontrar un sentido a su
golpe. Y el golpe de pico del recluso apenas se parece al del minero que
engrandece a quien lo da. La cárcel no reside allí donde se dan los golpes de
pico. No hay apenas horror material. La cárcel reside allí donde se dan los
golpes de pico que no tienen apenas sentido, que no conectan a quien los da con
la comunidad de los hombres7.
Y
nosotros queremos evadirnos de la cárcel.
Hay doscientos millones
de hombres en Europa que no encuentran sentido y querrían nacer. La industria
les ha arrancado el lenguaje de las estirpes campesinas y les ha encerrado en
guetos enormes que parecen estaciones de mercancías llenas de trenes con
vagones negros. Desde el fondo de las ciudades obreras, ellos querrían ser
despertados.
Hay
otros, atrapados en el engranaje de todos los oficios, en los cuales les están
prohibidas las alegrías de Mermoz, las alegrías religiosas, las alegrías del
sabio, que también querrían nacer.
Ciertamente se les puede
animar vistiéndoles de uniforme. Entonces cantarán sus cánticos de guerra y
compartirán su pan entre camaradas8. Habrán encontrado lo que buscan, el
gusto de lo universal. Pero, por el pan que se les ofrece, van a morir.
Se puede desenterrar los
ídolos de madera y resucitar las viejas lenguas que han pasado, mal que bien,
su prueba, se puede resucitar la mística del pangermanismo, o del imperio
romano. Se puede embriagar a los alemanes de la ebriedad de ser alemanes y
compatriotas de Beethoven. Hasta se puede halagar en exceso a un fogonero9. Ciertamente es más fácil que sacar de un fogonero a un Beethoven. Pero
estos ídolos demagógicos son unos ídolos carnívoros. Quien muere por el
progreso de los conocimientos o la cura de las enfermedades sirve a la vida al
mismo tiempo que muere. Es bello morir por la expansión de Alemania, de Italia
o de Japón pero el adversario no es entonces esta ecuación que se resiste a la
integración, ni el cáncer que aguanta el suero, el enemigo es el hombre de al
lado. Es necesario afrontarlo, pero hoy no se trata ya de vencerlo. Cada uno se
instala al abrigo de un muro de cemento. Cada uno, a falta de algo mejor,
lanza, noche tras noche, unas escuadrillas que torpedean al otro en sus
entrañas. La victoria es para quien se descomponga el último, mirad España; los
dos adversarios se pudren juntos.
¿Qué nos hacía falta para
nacer a la vida? Darnos. Sentimos oscuramente que el hombre no puede comulgar
con el hombre sino a través de una misma imagen. Los pilotos se reencuentran si
luchan por el mismo correo. Los hitlerianos si se sacrifican por el propio
Hitler. La cordada de escaladores si tiende hacia la misma cima. Los hombres no
se unen si se abordan directamente los unos a los otros, pero sí cuando se
fusionan en el mismo dios. Teníamos sed, en un mundo convertido en un desierto,
de encontrar camaradas: el placer del pan compartido entre camaradas nos hizo
aceptar los valores de la guerra. Pero no necesitamos la guerra para encontrar
el calor de los hombros vecinos en una carrera hacia la misma meta. La guerra
nos engaña. El odio no añade nada a la exaltación de la carrera.
Puesto que es suficiente,
para liberarnos, con ayudarnos a tomar conciencia de un objetivo que nos
vincule a los unos con los otros, mejor buscarlo en lo universal. El cirujano
que pasa visita no escucha las quejas de aquel a quien ausculta: a través de
éste ve al hombre a quien intenta curar. El cirujano habla en lenguaje
universal. Con su pulso firme, el piloto de línea aplasta los remolinos y es un
trabajo de forzado. Pero, luchando, sirve a las relaciones humanas. La potencia
de este pulso acerca los unos a los otros entre aquellos que se amaban y
buscaban reunirse: este piloto entra también en lo universal. Y el simple
pastor que cuida sus ovejas bajo las estrellas, si toma conciencia de su papel,
se destapa como más que un pastor. Es un centinela. Y cada centinela es
responsable de todo el Imperio.
Para qué engañar al
fogonero empujándole, en nombre de Beethoven, contra el hombre de al lado. Qué
engaño, cuando, sobre el mismo territorio, se encarcela a Beethoven en un campo
de concentración, si no piensa como el fogonero. El objetivo para este debe ser
crecer y hablar un día, como Beethoven, un lenguaje universal.
Si tendemos hacia esta
conciencia del Universo, volveremos a entrar en el propio destino del hombre.
Solo lo ignoran los comerciantes que se instalan tranquilamente en la ribera y
no ven pasar el río. Pero el mundo evoluciona. De una lava en fusión, de una
masa de estrella, nació la vida. Poco a poco, nos hemos elevado hasta escribir
cantatas y medir nebulosas. Y el comisario, bajo los obuses, sabe que la
génesis no está terminada en absoluto y que debe proseguir su elevación. Es
hacia la conciencia que la vida camina. La masa de estrella alimenta y forma
lentamente su flor más alta.
Pero ya es grande este
pastor que se descubre centinela.
Cuando marchemos en la
buena dirección, esa que habíamos tomado desde el principio, despertándonos de
la arcilla, solamente entonces seremos felices. Entonces podremos vivir en paz,
pues lo que da sentido a la vida da sentido a la muerte.
Es tan dulce la sombra
del cementerio provenzal, cuando el viejo campesino, al final de su reino,
entrega a sus hijos su lote de cabras y olivares, para que ellos, a su vez, lo
transmitan a los hijos de sus hijos. No se muere más que a medias en un linaje
campesino. Cada existencia, a su turno, se rompe como una vaina y esparce sus
granos.
Estuve, una vez, con tres
campesinos, en el lecho de muerte de su madre. Y, ciertamente, era doloroso.
Por segunda vez era cortado el cordón umbilical. Por segunda vez se rompía el
nudo que une a una generación con otra. Esos tres hijos se sorprendían solos,
teniendo que aprenderlo todo, privados de una mesa familiar donde juntarse los
días de fiesta, privados del polo en el que todos ellos se reunían. Pero yo
descubría también, en esta ruptura, la vida ofrecida por una segunda vez. Estos
hijos, ellos también, a su vez, serían cabeza de linaje, puntos de reunión y
patriarcas hasta el momento en que pasaran, a su vez, el mando a esa camada de
pequeños que jugaban en el patio.
Yo miraba a la madre,
esta vieja paisana de rostro calmo y de piedra, con los labios apretados, ese
rostro tornado en una máscara pétrea . Y lo reconocía en el rostro de los
hijos. Esa máscara había servido para imprimir la de ellos. Ese cuerpo había
servido para imprimir sus cuerpos, esos cuerpos hermosos de hombres que se
mantenían erguidos como árboles. Y ahora ella reposaba rota, pero como una rica
corteza a la que se le ha sacado el fruto. A su vez, hijos e hijas, de su
carne, imprimirían pequeños hombres. No se moría en la granja. ¡La madre había
muerto, viva la madre!
Dolorosa, sí, pero muy
sencilla esta imagen del linaje que abandona uno a uno, en su camino, sus
bellos despojos de cabellos blancos yendo hacia no sé qué verdad, a través de
sus metamorfosis.
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Debo tener en cuenta lo que me dijiste algún día y no escuchar tu silencio de ahora.