domingo, 15 de enero de 2017

Jacques Brel - Mon enfance.


Tenía la mirada del pastor
          y el corazón del cordero.         

             Para encontrar a alguien debes buscar en su niñez decía Saint-Exupéry cada vez que terciara, convencido cómo estaba de que algo terrible se había hecho con nosotros para que perdiéramos el ansia de volar.


Brel nos presentó su niñez tal como la recordaba en una de sus canciones más solemnes aunque no pudiera escapar de su tierna ironía que aquí pierde su calidad de corrosiva y se viste de comprensión e indulgencia ante lo que no tiene una explicación convincente; hablaba para quien no le podía escuchar y eso lo constataba al final de cada concierto agotador, no se guardaba absolutamente nada, pero algo había muerto en él y nunca había sabido resucitarlo; se le hizo necesario lacerar al amor incluso cuando ensalzaba la amistad o afrontaba los caminos inexplorados de una nueva aventura.
No es extraño que nada más dejar los escenarios se enfundara la armadura de Don Quijote e hiciera suya la recreación de la búsqueda; es preciso anhelar un sueño imposible para acabar encontrando alguno por muy terrenal que sea, ya no quedan marquesas que descubrir pero las tendría en cuenta cuando pensaba en el niño que fue y que no llegaría a cumplir los cincuenta años.

         Su niñez se desarrolló en el período de entreguerras, en un entorno flamenco conservador que provocaría sus versos más afilados y heridos, con el catolicismo tradicional que no comprendía por qué mientras le enseñaba a llorar para encontrar el paraíso aquel niño soñaba con llegar a países lejanos (yo quería coger el tren que nunca cogí) y conoció la muerte en el entorno familiar cuando todos se reunían de luto ante lo inevitable por el paso del tiempo.

De crisantemo en crisantemo, la muerte fortifica nuestras Dulcineas diría poco después en la estremecedora "J'arrive" cuando, casi sin fuerzas, estaba decidido a abandonar lo que era el mundo que había labrado, por el que había luchado desde la soledad y el miedo en el París que aún no había despertado del todo de los desastres y la vergüenza de una guerra en la que solo hubo vencidos.

          De esta evocación de sus primeros años habría que destacarlo todo, porque aún no había tenido tiempo para olvidar, pero me quedaré con los veranos cuando, casi desnudo, se convertía en un indio aunque sus tíos, hartos de sus correrías, le hubieran robado el lejano Oeste.

El buen Dios era severo y quería que te acercaras a él avanzando de rodillas sin que supieras comprenderlo ni admitirlo, y con la adolescencia y el vuelo de una primera cita (Yo volé, lo juro. Yo juro que volé. Mi corazón abría los brazos.) quedó ensombrecido por el pavor a enamorarse que le acompañaría siempre y por la llegada de la guerra que no olvidaría nunca.



             

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Debo tener en cuenta lo que me dijiste algún día y no escuchar tu silencio de ahora.