Hoy la poesía se disuelve entre los flashes de las redes
sociales, todo es prisa, todo es espectáculo, todo es un tatuaje
efímero, todo se olvida a los cinco minutos de un Twitter, miles de
mensajes se superponen y enloquecen y los humanos parecen simios
aplicados en escribir y recibir 20 whatsapps por minuto. En este mundo
individualista y material queda, en apariencia, poco espacio para las
cosas del espíritu. Con todo, la poesía se ha hecho clandestina, y, sin
embargo, dentro de su insignificancia no deja de multiplicarse. Cada vez
hay más poetas, jóvenes contagiados por la fiebre de las letras se
empeñan en escribir, oficio poco práctico en tiempos de crisis total
pero la crisis remueve las conciencias y escribir se convierte en un
acto de rebeldía. Arturo Maccanti, poeta del dolor y la melancolía,
hombre tempranamente abatido, nos ha dejado. Hijo de italiano y de
portuguesa, nieto de una hebrea, nacido en una isla, crecido en otra. En
este hombre prima el dolor del recuerdo, la viva laceración de la
insularidad que equivale a soledad. La voz de Maccanti va unida de modo
indisoluble a ese hijo que se le murió con 4 años y que ya nunca lo
abandonó, por él escribió ese poema esencial que se titula "Columpio
solo", y es un álbum de emociones tan vivas que hieren: "Aunque el amor
no acabe, / aunque el amor, columpio solo, / tú permanece fiel meciendo
al aire, / meciendo al niño aquel que apenas pudo / llegar a ser
mañana..."
La voz de este hombre delicado y dolorido trae los ecos de la
más pura tradición local, desde Domingo Rivero a Alonso Quesada fluye
esa lamentación por la existencia, esa desolación que trae la vida a los
seres hipersensibles, ese pasar sufriendo sobre las brasas de las
emociones, el tránsito de los años que dañan, el presentimiento de la
muerte, la ruina progresiva de los recuerdos, la levedad de las vidas
que borra el tiempo.
Para muchos de los poetas de la generación del 50 la isla,
sometida a tantas dictaduras, era un espacio de sufrimiento, no era el
espacio de luz y disfrute de los sentidos que perciben los millones de
turistas que nos visitan, los miles de europeos que residen aquí durante
los inviernos. Poeta y traductor de Saba, Ungaretti, Montale, Quasimodo
y Cardarelli, versionador de Cavafis, Maccanti es mediterráneo y
atlántico. Lo decía Alfonso O'Shanahan, compañero precipitadamente
desaparecido, noble compañero de Redacción: "Arturo Maccanti tiene la
angustia existencial de un Pavese, la profundidad de un Cavafis y la
ternura de un Ungaretti. Además de ello, su bondad es machadiana y su
temperamento insular se entronca con Alonso Quesada. De pocos poetas
canarios podemos decir lo mismo... Yo quiero atreverme a asegurar que,
con Arturo Maccanti, Canarias recupera uno de esos momentos en los que
la poesía se constituye en la avanzada de las artes y en la muestra más
elocuente del grado de espiritualidad de toda una cultura genuina".
Lejos de la ciudad condescendiente
(Las Palmas, 1944)
De niño, entre las charcas
dulces, cacé la rana, el pájaro feliz.
Por el aire y el agua, la niñez
fue pura y triste, pero libre y sola,
hollando las orillas como láminas
infinitas, las blanquísimas nubes
cruzadas por las aves.
Con los otros
por las colinas solitarias fui,
lejos de la ciudad condescendiente,
a reinventar un paraíso:
cuevas,
senderos, caseríos, los rebaños
de cabras a lo lejos, los estanques
verdes con todo el cielo reflejado.
Y saltaban las ranas a los gritos
salvajes, jubilosos. venían círculos
a morir a los pies. Limpios diamantes
bullían en el iris. Las camisas
llenas del viento azul de la mañana
y el mar abajo como un padre...
Todo
sucedió en otra vida.
De seres que vivieron en un tiempo florido
Ha llamado esta noche inmensa el viento
en los naranjos de la huerta, al claro
de la luna helada, rota entre
las cañas amarillas.
El viento,
una vez más, fantasma asiduo
de mis miedos nocturnos, puso un grito
de presagios: la ronda de lamentos
de seres que vivieron en un tiempo florido
en esta casa donde yo desgrano
las horas lentas aguardando la luz.
Desde el fondo sombrío
de la arboleda, la espiral de viento
azota la hierba alucinada y viene
avanzando despacio hacia la casa.
Tiempo de soledad y tiempo de memoria,
sueña la mente su país, proyecta
el plano futuro de la vida.
el plano futuro de la vida.Así,
desde la garganta oscurísima
del aire que aúlla en el recodo
de la huerta de plata, las amargas
naranjas, la zarza retorcida, los almendros
que crecen en los límites
me hablan en baja voz, conciertan
su música. Me indican
su crecimiento al alba, su insistente
latido de savia paralelo
al latido consciente de mi sangre...
La ciudad donde vivía el poeta no es la misma que conocimos,
ahora está muy decorada. El maquillaje le ha sentado bien a las casonas
rehabilitadas, la calle Herradores tan pulcra, los bares, los comercios
que siguen cerrando a la una. La Laguna, ciudad melancólica, tiene
muchas dulcerías. Hoy es diferente a la oscura donde estudiamos, es
peatonal y está pintada con tonos pastel, aunque su catedral todavía
está en reparaciones posee tranvía. Para los de mi generación todo
consistía en la avenida Trinidad, La Carrera y unos cuantos cafetines
donde echarte unos coñacs para el frío. Guerea solitaria. / Me he
perdido en la plaza, / donde dejó la lluvia ilusorios espejos... Dicen
los críticos que los poetas de Gran Canaria miran al mar, será por Tomás
Morales, y en cambio los de Tenerife escriben sobre la tierra adentro,
será por Viana y la escuela regionalista. Arturo Maccanti, poeta herido y
sufriente, ha sido la viva voz lagunera y su lugar mítico, Guerea, es
de los pocos que han hecho fortuna en la literatura insular. De la playa
de Las Canteras a la vega de Aguere, su voz se fue asentando en un
recorrido que se configura como constante, disciplinado y creciente.
Fugacidad, sombra. Para Jorge Rodríguez Padrón, "su escritura es, ante
todo, la forma por medio de la cual se reconoce la carencia que siempre
es la existencia".
Una nube durante la Gran Guerra
(En vida)
Hubo una vez una nube que cansada de serlo,
cansada de montañas y aires sin rumbo,
de los ríos inmensos de la tierra,
cansada de la sangre y la metralla,
descendió silenciosa y se posó en tus ojos.
Era el tiempo de la escarcha y de la nieve. Hacía frío.
Mucho frío, padre. Entonces tú, con tu infancia aterida
bajo el brazo,
cruzabas los caminos inclementes.
Eras pequeño a la salida de la escuela. Maestra Giulia
te daba dulces y lápices de colores, y en tus manos tristes,
más tristes que todo el universo,
mirabas aquellos tesoros incrédulo, asombrado.
En casa te llamaban con nombres de ciruela y almendra,
con nombres de manzanas y uvas moscateles,
y desde aquella época te entristeció el helecho,
porque un amigo tuyo, niño también, se murió alguna tarde
y con él adornaron las estancias dolientes.
En casa te llamaban con nombres olvidados,
con nombres que sabían a olorosas mañanas...
Florecía el cerezo, los olivos gozaban su verdor incipiente
en el cercano bosque de Varrámista,
el arroyo cantaba y andaban las muchachas de aquel tiempo
llenas, como la tierra, de sueños y esperanzas,
cuando en la fragua del destino aprendías el hierro
con tus pequeñas manos de universo tristísimo,
y un instante, lo que tarda una vida en nacer o en morir,
saltó una chispa clara para encenderte el alma.
Y encendida la tienes, padre mío sereno,
aunque una nube oculte su esplendor en tus ojos,
como al cielo de abril
celajes repentinos le ocultan su belleza sin término...
En este lugar conventual, con rituales y viejas tertulias, el
poeta fue redondeando su lamento: Soy una lengua ígnea / que se nutre de
escombros. En noviembre de 1958 sucedió la tragedia, un niño se fue
demasiado pronto y dejó una huella indeleble, una costra de llanto. Hay
mañanas de lluvia interior en que a uno le apetece leer poesía, ponerse
tierno y trascendente. Claro está que la plenitud del escritor no llega a
los treinta sino casi en la vejez, imprescindible paciencia la de este
hombre profundamente herido, profundamente humano que ha muerto
recitando con su voz intimista poemas que resplandecen, flores de olvido
y reencuentro capaces de emocionarnos, esa ceniza de brasas calientes
que deja el cuerpo de un poeta que fue bueno y, sobre todo, hombre fiel a
sí mismo. Entonces uno echa mano a gente como Arturo que ha escrito con
honesta tenacidad, desde sus sonetos garcilasistas a su lírica desnuda y
sufriente, los óxidos del tiempo, la asunción del padecimiento vital
que, de todos modos, transmite cierta forma de esperanza. La vida es
contemplación, otoño y bruma. El horizonte es tristeza, pero nunca
resignación. Isla endeble, enfermiza: Póvero Gino, al fin / has cruzado
el Adriático y has vuelto / a nuestra pobre tierra... La isla es atalaya
escasa sobre el vacío, puede ser paralizante en sus emociones que
maternalizan pero también es acicate para la rebeldía creadora. En su
último día el hombre pasa el umbral dejándonos poemas alumbrados tras
largos ejercicios de meditación. Su obra -contagiada por hondos poetas
italianos que él mismo ha traducido-, y su mirada posromántica tienen
buena salud, pero -como todo lo humano- está condenado al olvido.
Palabra que arde en el crematorio de estos años veloces, palabra que sin
embargo tiene apariencia de eternidad. Porque la poesía, al fin y al
cabo, nos habla de emociones del alma.
Sara Nóbrega
Antes de despedirte para siempre,
me dejaste un libro y una estrella en la sangre.
Uno y otra venían de muy lejos,
llegaban de lo hondo
de una estirpe maldita.
Leí el destino. Era verdad
que estaba escrito. Comprobé
mis azares, por qué mi pie pequeño,
mi infatigable sensualidad,
mi fe monoteísta.
Extiendo la mano
para alcanzar los días aquellos
de tu infancia en Lisboa, en la trastienda
de un bazar, con espejos,
porcelanas azules, esmaltes y muñecas,
reposo de tus místicas saudades,
pequeña abuela hebrea.
En el espacio
breve de un llanto,
miraste un día el sol poniéndose sobre los viejos libros.
Dijiste adiós, quién sabe qué dijiste,
y otro día de otoño de principios de siglo
a las islas llegaste con un bolso, una maleta y un libro.
Primera fundación,
limpio el aire donde alzar los altares,
jerusalem sin mancha
de las viejas creencias que heredé, que he olvidado.
Oh nunca Sara Nóbrega.
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Debo tener en cuenta lo que me dijiste algún día y no escuchar tu silencio de ahora.