martes, 24 de enero de 2023

Arturo Maccanti - Poeta del Dolor - Luis León Barreto

 

     Hoy la poesía se disuelve entre los flashes de las redes sociales, todo es prisa, todo es espectáculo, todo es un tatuaje efímero, todo se olvida a los cinco minutos de un Twitter, miles de mensajes se superponen y enloquecen y los humanos parecen simios aplicados en escribir y recibir 20 whatsapps por minuto. En este mundo individualista y material queda, en apariencia, poco espacio para las cosas del espíritu. Con todo, la poesía se ha hecho clandestina, y, sin embargo, dentro de su insignificancia no deja de multiplicarse. Cada vez hay más poetas, jóvenes contagiados por la fiebre de las letras se empeñan en escribir, oficio poco práctico en tiempos de crisis total pero la crisis remueve las conciencias y escribir se convierte en un acto de rebeldía. Arturo Maccanti, poeta del dolor y la melancolía, hombre tempranamente abatido, nos ha dejado. Hijo de italiano y de portuguesa, nieto de una hebrea, nacido en una isla, crecido en otra. En este hombre prima el dolor del recuerdo, la viva laceración de la insularidad que equivale a soledad. La voz de Maccanti va unida de modo indisoluble a ese hijo que se le murió con 4 años y que ya nunca lo abandonó, por él escribió ese poema esencial que se titula "Columpio solo", y es un álbum de emociones tan vivas que hieren: "Aunque el amor no acabe, / aunque el amor, columpio solo, / tú permanece fiel meciendo al aire, / meciendo al niño aquel que apenas pudo / llegar a ser mañana..." La voz de este hombre delicado y dolorido trae los ecos de la más pura tradición local, desde Domingo Rivero a Alonso Quesada fluye esa lamentación por la existencia, esa desolación que trae la vida a los seres hipersensibles, ese pasar sufriendo sobre las brasas de las emociones, el tránsito de los años que dañan, el presentimiento de la muerte, la ruina progresiva de los recuerdos, la levedad de las vidas que borra el tiempo. 
 
 
La caída del Imperio Romano

Tras la ventana crece el frío,
aire de todos, sortilegios
de la luz, enhebrándose
en los ojos, las ramas
desnudas, y se aferra
a un instante la vida,
pidiendo un día donde prolongarse,
desde donde saltar hacia el futuro
y no acabarse nunca, nunca.


Tras la ventana crece el frío,
se hace más alto el mundo,
y más allá, sobre los mares grises,
humea una patria de islas
que recuerdo y olvido.


Y yo caído en este lecho,
de la obra parte del cristal
ya perdido en las sombras
conscientemente retenidas
de este cuarto, en silencio
asisto a la caída
del Imperio Romano,
Fumo, releo un libro,
abro cartas antiguas,
rememoro a mis muertos…
 

    Para muchos de los poetas de la generación del 50 la isla, sometida a tantas dictaduras, era un espacio de sufrimiento, no era el espacio de luz y disfrute de los sentidos que perciben los millones de turistas que nos visitan, los miles de europeos que residen aquí durante los inviernos. Poeta y traductor de Saba, Ungaretti, Montale, Quasimodo y Cardarelli, versionador de Cavafis, Maccanti es mediterráneo y atlántico. Lo decía Alfonso O'Shanahan, compañero precipitadamente desaparecido, noble compañero de Redacción: "Arturo Maccanti tiene la angustia existencial de un Pavese, la profundidad de un Cavafis y la ternura de un Ungaretti. Además de ello, su bondad es machadiana y su temperamento insular se entronca con Alonso Quesada. De pocos poetas canarios podemos decir lo mismo... Yo quiero atreverme a asegurar que, con Arturo Maccanti, Canarias recupera uno de esos momentos en los que la poesía se constituye en la avanzada de las artes y en la muestra más elocuente del grado de espiritualidad de toda una cultura genuina". 

 

Lejos de la ciudad condescendiente
 
(Las Palmas, 1944)

De niño, entre las charcas
dulces, cacé la rana, el pájaro feliz.

Por el aire y el agua, la niñez
fue pura y triste, pero libre y sola,
hollando las orillas como láminas
infinitas, las blanquísimas nubes
cruzadas por las aves.

                      Con los otros
por las colinas solitarias fui,
lejos de la ciudad condescendiente,
a reinventar un paraíso:

                        cuevas,
senderos, caseríos, los rebaños
de cabras a lo lejos, los estanques
verdes con todo el cielo reflejado.

Y saltaban las ranas a los gritos
salvajes, jubilosos. venían círculos
a morir a los pies. Limpios diamantes
bullían en el iris. Las camisas
llenas del viento azul de la mañana
y el mar abajo como un padre...

                               Todo
sucedió en otra vida.
 
 De seres que vivieron en un tiempo florido

Ha llamado esta noche inmensa el viento
en los naranjos de la huerta, al claro
de la luna helada, rota entre
las cañas amarillas.

El viento,
una vez más, fantasma asiduo
de mis miedos nocturnos, puso un grito
de presagios: la ronda de lamentos
de seres que vivieron en un tiempo florido
en esta casa donde yo desgrano
las horas lentas aguardando la luz.

Desde el fondo sombrío
de la arboleda, la espiral de viento
azota la hierba alucinada y viene
avanzando despacio hacia la casa.

Tiempo de soledad y tiempo de memoria,
sueña la mente su país, proyecta
el plano futuro de la vida.
el plano futuro de la vida.Así,
desde la garganta oscurísima
del aire que aúlla en el recodo
de la huerta de plata, las amargas
naranjas, la zarza retorcida, los almendros
que crecen en los límites
me hablan en baja voz, conciertan
su música. Me indican
su crecimiento al alba, su insistente
latido de savia paralelo
al latido consciente de mi sangre...
 

    La ciudad donde vivía el poeta no es la misma que conocimos, ahora está muy decorada. El maquillaje le ha sentado bien a las casonas rehabilitadas, la calle Herradores tan pulcra, los bares, los comercios que siguen cerrando a la una. La Laguna, ciudad melancólica, tiene muchas dulcerías. Hoy es diferente a la oscura donde estudiamos, es peatonal y está pintada con tonos pastel, aunque su catedral todavía está en reparaciones posee tranvía. Para los de mi generación todo consistía en la avenida Trinidad, La Carrera y unos cuantos cafetines donde echarte unos coñacs para el frío. Guerea solitaria. / Me he perdido en la plaza, / donde dejó la lluvia ilusorios espejos... Dicen los críticos que los poetas de Gran Canaria miran al mar, será por Tomás Morales, y en cambio los de Tenerife escriben sobre la tierra adentro, será por Viana y la escuela regionalista. Arturo Maccanti, poeta herido y sufriente, ha sido la viva voz lagunera y su lugar mítico, Guerea, es de los pocos que han hecho fortuna en la literatura insular. De la playa de Las Canteras a la vega de Aguere, su voz se fue asentando en un recorrido que se configura como constante, disciplinado y creciente. Fugacidad, sombra. Para Jorge Rodríguez Padrón, "su escritura es, ante todo, la forma por medio de la cual se reconoce la carencia que siempre es la existencia". 

 Una nube durante la Gran Guerra
(En vida)

Hubo una vez una nube que cansada de serlo,
cansada de montañas y aires sin rumbo,
de los ríos inmensos de la tierra,
cansada de la sangre y la metralla,
descendió silenciosa y se posó en tus ojos.

Era el tiempo de la escarcha y de la nieve. Hacía frío.
Mucho frío, padre. Entonces tú, con tu infancia aterida
bajo el brazo,
cruzabas los caminos inclementes.

Eras pequeño a la salida de la escuela. Maestra Giulia
te daba dulces y lápices de colores, y en tus manos tristes,
más tristes que todo el universo,
mirabas aquellos tesoros incrédulo, asombrado.

En casa te llamaban con nombres de ciruela y almendra,
con nombres de manzanas y uvas moscateles,
y desde aquella época te entristeció el helecho,
porque un amigo tuyo, niño también, se murió alguna tarde
y con él adornaron las estancias dolientes.

En casa te llamaban con nombres olvidados,
con nombres que sabían a olorosas mañanas...
Florecía el cerezo, los olivos gozaban su verdor incipiente
en el cercano bosque de Varrámista,
el arroyo cantaba y andaban las muchachas de aquel tiempo
llenas, como la tierra, de sueños y esperanzas,
cuando en la fragua del destino aprendías el hierro
con tus pequeñas manos de universo tristísimo, 
y un instante, lo que tarda una vida en nacer o en morir,
saltó una chispa clara para encenderte el alma.

Y encendida la tienes, padre mío sereno,
aunque una nube oculte su esplendor en tus ojos,
como al cielo de abril
celajes repentinos le ocultan su belleza sin término...

 

    En este lugar conventual, con rituales y viejas tertulias, el poeta fue redondeando su lamento: Soy una lengua ígnea / que se nutre de escombros. En noviembre de 1958 sucedió la tragedia, un niño se fue demasiado pronto y dejó una huella indeleble, una costra de llanto. Hay mañanas de lluvia interior en que a uno le apetece leer poesía, ponerse tierno y trascendente. Claro está que la plenitud del escritor no llega a los treinta sino casi en la vejez, imprescindible paciencia la de este hombre profundamente herido, profundamente humano que ha muerto recitando con su voz intimista poemas que resplandecen, flores de olvido y reencuentro capaces de emocionarnos, esa ceniza de brasas calientes que deja el cuerpo de un poeta que fue bueno y, sobre todo, hombre fiel a sí mismo. Entonces uno echa mano a gente como Arturo que ha escrito con honesta tenacidad, desde sus sonetos garcilasistas a su lírica desnuda y sufriente, los óxidos del tiempo, la asunción del padecimiento vital que, de todos modos, transmite cierta forma de esperanza. La vida es contemplación, otoño y bruma. El horizonte es tristeza, pero nunca resignación. Isla endeble, enfermiza: Póvero Gino, al fin / has cruzado el Adriático y has vuelto / a nuestra pobre tierra... La isla es atalaya escasa sobre el vacío, puede ser paralizante en sus emociones que maternalizan pero también es acicate para la rebeldía creadora. En su último día el hombre pasa el umbral dejándonos poemas alumbrados tras largos ejercicios de meditación. Su obra -contagiada por hondos poetas italianos que él mismo ha traducido-, y su mirada posromántica tienen buena salud, pero -como todo lo humano- está condenado al olvido. Palabra que arde en el crematorio de estos años veloces, palabra que sin embargo tiene apariencia de eternidad. Porque la poesía, al fin y al cabo, nos habla de emociones del alma.

X
 


Sara Nóbrega

Antes de despedirte para siempre,
me dejaste un libro y una estrella en la sangre.

Uno y otra venían de muy lejos,
llegaban de lo hondo
de una estirpe maldita.

Leí el destino. Era verdad
que estaba escrito. Comprobé
mis azares, por qué mi pie pequeño,
mi infatigable sensualidad,
mi fe monoteísta.

Extiendo la mano
para alcanzar los días aquellos
de tu infancia en Lisboa, en la trastienda
de un bazar, con espejos,
porcelanas azules, esmaltes y muñecas,
reposo de tus místicas saudades,
pequeña abuela hebrea.
                      En el espacio
breve de un llanto,
miraste un día el sol poniéndose sobre los viejos libros.
Dijiste adiós, quién sabe qué dijiste,
y otro día de otoño de principios de siglo
a las islas llegaste con un bolso, una maleta y un libro.

Primera fundación,
limpio el aire donde alzar los altares,
jerusalem sin mancha
de las viejas creencias que heredé, que he olvidado.

Oh nunca Sara Nóbrega.



 

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Debo tener en cuenta lo que me dijiste algún día y no escuchar tu silencio de ahora.