Probablemente Pete Seeger no fue el mejor en nada, no tenía el talento de Woody Guthrie o Phil Ochs, no tenía el lirismo íntimo y escalofriante en los duros momentos de Paul Simon o Bob Dylan, no tenía el encanto lleno de sal y muerte de Serrat, ni la laboriosidad casi mórbida de Paco Ibáñez en la búsqueda del acorde oportuno. No, no era un genio como Brel ni un portento como Brassens, ni siquiera tenía la herida sempiterna del Sur de Modugno y su clase.
Pero a todos nos ganaba en ese hacerte sentir que era el hombre con el que te cruzabas en la parada de autobús todos los días y, sobre todo, por su obstinación en recordarnos con cariño a sus compatriotas caídos, es decir todo hombre libre, en la contienda en que la democracia empezó a evaporarse durante la Guerra civil española, esa en la que absolutamente todos perdimos.
Cuando murió en paz como un buen hombre, lejos de un malditismo que nunca tuvo ni buscó, era simplemente un cantor de todos los pueblos de la Tierra, lloré como si hubiera perdido a alguien que estaba dispuesto a escucharme y supe amargamente que ya no le podría ver dándolo todo sobre un escenario.
Cuando murió en paz como un buen hombre, lejos de un malditismo que nunca tuvo ni buscó, era simplemente un cantor de todos los pueblos de la Tierra, lloré como si hubiera perdido a alguien que estaba dispuesto a escucharme y supe amargamente que ya no le podría ver dándolo todo sobre un escenario.
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Debo tener en cuenta lo que me dijiste algún día y no escuchar tu silencio de ahora.