Dylan un dinosaurio de un tiempo que no existe
y es nuestro propio tiempo; guerras y disparates.
(Para nadie)
y es nuestro propio tiempo; guerras y disparates.
(Para nadie)
Creo que ni siquiera me sitúo en un nivel medio entre aquellos que han
escrito sobre Dylan o esos otros que lo han seguido con fervor; son
horas de estudio o de devoción las que han podido lograr que todos ellos
hayan conseguido una imagen aproximada de la realidad de un hombre
acorralado por la memoria de un tiempo.
Pero yo soy poeta, ya sabes lo que me ha costado llegar a esta conclusión a la que tantos llegan, en estos días de comunicación vacía y pretenciosa, una vez han escrito siete poemas aunque entre ellos se les haya colado alguna cesta de la compra o un listín de direcciones perdidas, y eso significa que no persigo el rigor de aquel que se deja la piel en una tesis o en un trabajo de fin de grado. Este luchará para que, durante esos meses que atesora con avaricia la información, nadie le supere a la hora de conocer datos concretos y constatables que su agudeza y su esfuerzo arrebate a la verdad entre el tumulto confuso y engañoso que regurgitan los labios de la fama. Tratándose de Dylan enumerarán de corrido los nombres de sus amantes más duraderas e incluso elucubrarán sobre aquellas que pudieron haberlo sido y se basarán para ello en alguna presencia en público juntos, alguna cita, en alguna carta o en alguna canción de la que nunca haya querido su autor desvelar el nombre o la marca de la blusa y las medias que envolvían una declaración de amor que agitaba el espíritu y apartaba el deseo. No podemos pedir que sienta como cualquier hombre que pasa por la calle a un transeúnte aventajado de los cafés de Greenwich Village.
El poeta se suele llevar por el fulgor de los mitos o se detiene en
puntos concretos que, aparentemente, no son demasiado atractivos para el
interés general, pero encuentra belleza en ellos y piensa que tienen un
hondo significado. Pero hay poetas, creo que me encuentro entre ellos,
que empiezan por sacarle brillo a este resplandor desordenado y, una vez
llegado a un punto en el que parece que han logrado realizar bien su
tarea, estas importantes razones dejan de interesarle hasta cierto punto
y empiezan un largo camino por la intermitencia para desentrañar, más
por azar o intuición que por un trabajo minucioso, la fragilidad de las
miserias de un poeta perdido que llora en los escombros la amargura de
su propio esplendor, la hierba de su inmortalidad que le alejan de las
elegías cotidianas de aquellos para los que canta y empiezan a narrar la
historia del indomable que se esconde detrás de un apellido sometido
por las garras de una leyenda que, quizás, no le pertenezca desde el día
en que las multitudes aprendieron a escribirlo en las paredes de un
teatro equivocado mientras Judas se subía a un escenario que comprobaron
que no era el de los sueños. Ahí empieza algo a lo que nunca se le
acaba de encontrar los destellos y que podría romper los nervios a
cualquiera en el caso de intentar hacer atrevidas conjeturas que
penetraran en las venas de los otros. Podríamos rellenar muchas páginas
en una farola que solo tiene luz cuando la invade la penumbra
quejumbrosa y militante del verso herido de un Phil Ochs, a quien no se
le ocurrió otra cosa, en plena Guerra Fría, que tomar el relevo de Woody
Guhtrie y utilizar su arma para entregar en auditorios vacíos el alma
de su tristeza, la presencia de su despedida cuando la poesía se rendía a
la profunda inefabilidad de la música; era demasiado duro que fuera
rojo e insoportable que poeta. Es como una historia de amor que ya no
cree en los requiebros que se le dicen ni en el dios que nunca llegó a
ser adolescente, en las palabras que se escriben en un diario abierto y
están llenas de saltos e incoherencias emocionales, porque, por mucho
que nos aferremos a nuestras ansias de conquista pasajera, llevan la
fragancia marchita del convencimiento de que no van a ser creídas y, por
lo tanto, esas cartas, sin manos que las sostengan, surgen en la noche
del olvido para morir después en la alborada.
Creo que Dylan es, en la segunda parte del siglo XX, lo que Lorca fue en
la primera. Phil Ochs compitió, sin saberlo, con Pasolini por el título
de mejor poeta socio-político de los 60 y 70. No tenía la talla
intelectual del italiano, ni su diversidad temática. Alineados ambos en
la izquierda radical, Pasolini intentaba someter los sentimientos a la
razón con un tono desesperado, Phil Ochs, quizás anclado en el recuerdo
de Pete Seeger y los hermosos brigadistas americanos, disparaba flores
con un discurso desafiante entre los pétalos y versos caídos. Murieron, sin saberlo, con cinco meses de diferencia.
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Debo tener en cuenta lo que me dijiste algún día y no escuchar tu silencio de ahora.