Una mujer me llama desde la lejanía,
me confundo y presencio
las notas de un diluvio
que empapa las arcadas, que grita en los tejados,
y la mujer se pierde con unas cartas grises
que no llevan mi nombre
en ningún corazón, en ningún sentimiento,
solo la larga sombra de mi melancolía
aparece y se inquieta
como si molestase a mi gesto dolido,
soy, como dice el aire, una llama en la nada
que tiembla en un desierto donde no queda arena,
mensajero perdido en un intento vano
de retener los ojos
de aquella que me mira
como a un muro indolente que cae sin testigos.
Es preciso estar solo para hablar con la muerte.
Cuando vuelvo al Albergo
di Roma por la noche
siempre escucho la ausencia de una abierta sonrisa
y la voz que me hiere,
ya no tiene sentido evocar la palabra
que nunca sonará o esperar que retorne
y se quede en la mesa
donde habita ese libro que no comprende nadie.
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Debo tener en cuenta lo que me dijiste algún día y no escuchar tu silencio de ahora.