Marilyn Monroe en el Puente Cristo es un poema maldito para
mí, para mi pequeña historia, cada vez que lo acometía me acordaba de Peckinpah, era incapaz de tirar a la papelera cualquier cosa que escribía, sin encontrar razones convincentes.
Articulé el poema a partir de lo que me dijo un compañero de francés cuando me
habló del miedo que sintió cerca de la Plaza de África el día que murió John
Kennedy. El hombre más poderoso de la tierra había sido asesinado de una manera burda pero efectiva. ¿Quién podría sentirse seguro a partir de entonces?
Yo era demasiado pequeño
para saber siquiera que John Kennedy había vivido antes de morir. Quise
estructurar un larguísimo poema sobre la soledad de un mito partiendo de la
leyenda que se contaba entonces en los bazares del Paseo de las Palmeras, se
decía que Marilyn Monroe, durante los meses que se veía a solas con el
presidente, hizo una visita relámpago a Ceuta para intentar distraer la
atención de la prensa sensacionalista y para aprender a cantar melancólicamente
“El novio de la muerte” para incluirla en su repertorio.
De aquel proyecto solo han quedado fragmentos, estas dos
estrofas eran su final, comprendo que a nadie le importe, pero a mí me
impresionó aquella corista enamoradiza e irresponsable que esperaba que quitaran
la nieve para coger la camioneta mientras era acosada por un cowboy
impresentable que más que inocencia primaria transmitía una misoginia
espeluznante y una inteligencia inexistente, servidumbres del guion; James Dean
había muerto y, además no era alto ni fornido.
Después
de haber tocado con la mano
la
democracia de la nueva frontera,
abre
su bolso y no busca el pintalabios
para
impregnar sus besos en los escaparates
de
los bazares
del
Paseo de las Palmeras
donde
se exhiben las conchas de los mares del sur
y
los gatos se visten de azul cuando el viento
acaricia
el norte de la bahía,
sino
para dibujar en las paredes
el
aullido recitado en las calles
cuando
los derechos civiles no habían regresado
con
los santos que se fueron de paseo,
para
dejar su huella de carmín en las aguas
poco
profundas del atracadero de las horas muertas
donde
duermen los viejos marineros que no volverán
a
cruzar el foso,
donde
sueñan los niños desde las barandillas
cuando
hacen robona y juegan a las cartas.
Yo
sé que Marilyn se siente confundida en este puente,
como
esa mirada triste y miope que escruta
las
facturas dolorosas que siempre se pagan,
como
esa voz sin destino que se ahoga en un vaso de ginebra,
como
esas manos temblorosas
que
ya no escriben poemas de amor y
esperanza
entre
las flores que huelen a silencio
cuando
se depositan en una lápida sin nombre,
sino
anotaciones en las hojas
de
la novela que Camus no pudo terminar mientras ella la leía.
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Debo tener en cuenta lo que me dijiste algún día y no escuchar tu silencio de ahora.