II
Yo me decía entonces: “lo
esencial reside en algún lugar en el que se ha vivido. En las costumbres. En la
fiesta familiar. En la casa de los recuerdos[i].
Lo esencial es vivir para el regreso...” Y me sentía amenazado en mis
entrañas por la fragilidad de los polos lejanos de los cuales dependía. Corría
el peligro de conocer el verdadero desierto, y empezaba a comprender un
misterio que me había intrigado durante mucho tiempo.
He vivido durante tres años en el
Sahara. He soñado como tantos otros con su magia. Cualquiera que haya conocido
la vida en el Sahara, donde todo es, en apariencia, soledad y pobreza, añora,
sin embargo, esos años como los más hermosos de su vida. Las palabras
“nostalgia de la arena, de la soledad, del espacio” no son más que fórmulas
literarias que no explican nada. Pues aquí, por primera vez, en un barco
atestado de pasajeros hacinados los unos contra los otros, me parecía entender
el significado del desierto.
Ciertamente, el Sahara no ofrece,
hasta donde se pierde la vista, más que arena uniforme, o más bien, ya que las
dunas son escasas[1], unos lechos pedregosos. Allí nos
sumergimos permanentemente en las condiciones propias de la rutina. Sin
embargo, divinidades invisibles construyen una encrucijada de caminos,
pendientes y señales, una articulación secreta y vívida. Entonces ya no hay
uniformidad. Todo encuentra su norte[2]. El propio silencio se diferencia de
otro silencio.
Hay un silencio de paz cuando las
tribus están tranquilas, cuando la noche nos ofrece su frescura, cuando parece
que se descansa con las velas plegadas en un puerto apacible. Hay un silencio
del mediodía cuando el sol hace que los pensamientos y los movimientos se
aletarguen. Hay un silencio engañoso cuando el viento del norte decae y la
presencia de insectos arrancados como el polen de los oasis del interior
anuncia la tormenta del este cargada de arena. Hay un silencio de complicidad
cuando se sabe que una tribu lejana está inquieta. Hay un silencio de misterio
cuanto se entrelazan entre los árabes sus indescifrables conciliábulos. Un
silencio tenso cuando el mensajero tarda. Un silencio agudo, durante la noche,
cuando se contiene la respiración para escuchar. Un silencio melancólico cuando
se recuerda a la persona que se ama.
Todo se orienta. Cada estrella señala una dirección verdadera. Todas se
convierten en la Estrella de los Magos. Cada una de ellas adora a su propio
dios. Esta señala el camino de un pozo lejano de difícil acceso. Y la distancia
que te separa de ese pozo es tan inmensa como una muralla. Aquella señala la
dirección de un pozo agotado. Y la propia estrella parece seca. Y la extensión
que os separa del pozo sin agua no tiene pendiente alguna. Otra estrella sirve
de guía hacia el oasis desconocido que los nómadas te han cantado, pero que la
disidencia te prohíbe. Y la arena que te separa del oasis es como el césped de
un cuento de hadas. Alguna otra señala aún la dirección de una ciudad blanca en
el sur, llena de sabor, al parecer, como un fruto cuando se muerde. Otra, la
del mar.
En fin, unos polos casi irreales imantan este desierto desde la lejanía: la
casa de la infancia que sigue en pie en el recuerdo, un amigo de quien no se
sabe otra cosa excepto que es un amigo[3].
Así te sientes con energía y vivificado por el campo de fuerzas que te
atraen o te rechazan, te solicitan o se te resisten. Y aquí estás, bien asentado,
determinado y fundamentado en el centro de las direcciones cardinales.
Y como el desierto no ofrece ninguna riqueza tangible, como no hay nada que
ver ni escuchar en el desierto, se ve uno obligado a reconocer, ya que la vida
interior lejos de languidecer se fortifica, que el hombre se siente alentado,
en un primer momento, por impulsos invisibles. El hombre se rige por el
Espíritu[ii]. En el desierto valgo lo que valen mis
dioses.
Por eso si me sentía rico en direcciones todavía fértiles a bordo de mi triste
crucero, si me sentía en un planeta aún lleno de vida, era gracias a algunos
amigos que había dejado atrás en la noche de Francia y que comenzaban a ser
esenciales para mí.
Francia no era decididamente para mí una diosa abstracta ni un concepto
histórico, sino un cuerpo al que me aferraba, una red de lazos que me regía, un
conjunto de polos que fundamentaba las inclinaciones de mi corazón. Yo
experimentaba la urgencia de sentir, más sólidos y perdurables que a mí mismo,
a aquellos a quienes necesitaba para orientarme. Para saber adónde volver. Para
existir. Todo mi país residía en ellos y por ellos vivía en mí mismo. Para
quien otea un continente mientras navega, éste llega a ser solo el resplandor
de algunos faros. Un faro apenas mide la distancia. Simplemente su luz se
mantiene en los ojos. Y todas las maravillas del continente residen en esa
estrella.
En este momento que Francia, como consecuencia de la ocupación total[4], se ha paralizado en el silencio con
todo su cargamento como un navío con las lámparas apagadas del que no se sabe
si aún resiste a los peligros de los mares, es por esto que la suerte de cada
uno de aquellos a los que amo me atormenta más aún que una enfermedad que
hubiera contraído. A consecuencia de su fragilidad me doy cuenta de que estoy
amenazado en mi esencia[5].
Aquel que esta noche está presente en mi memoria tiene cincuenta años. Está
enfermo. Es judío[iii]. ¿Cómo va a sobrevivir al terror
alemán? Para imaginar que aún respira necesito creer que el invasor ignora su
existencia, protegido en secreto por las bellas murallas de silencio de los
habitantes de su pueblo. Solamente entonces creo que sigue vivo. Solo entonces,
al deambular a lo lejos en el imperio de su amistad que no tiene fronteras, se
me permite no sentirme un emigrante, sino un viajero. Pues el desierto no está
allí donde se piensa. El Sahara tiene más vida que una capital y la ciudad más
rebosante se vacía si los polos esenciales de la vida se descargan.
[1] Se sentía satisfecho
de su conocimiento de primera mano del desierto más grande del mundo y echaba a
tierra uno de los mitos más aceptados sobre el Sahara en el imaginario de los
occidentales. En efecto, en el Sahara apenas hay dunas.
[2] Orientarse, en
nuestro hemisferio, es encontrar el norte, es uno de los dichos recurrentes en
Geografía. Georges Brassens, con su tierna ironía, decía en su testamento que
desorientarse era perder el norte, es decir, enamorarse.
[3] Del beduino que le rescató en diciembre de 1935 en el
desierto de Libia Saint-Exupéry dijo que podría olvidar su nombre, no recordar
su rostro, pero nunca olvidaría su sonrisa.
[4] En teoría, la
ocupación total no era cierta, pero muestra su rechazo a la deriva germanófila
del régimen de Vichy acusándole de que con su colaboración servil había
provocado que los alemanes dispusieran de toda Francia a su capricho.
[i] La niñez es el lugar donde habita la felicidad. Ni
siquiera los años en Cabo Juby, aunque aquí los nombre como los más felices, o
los duros y dichosos años de la Aeropostal hicieron que desistiera de este
convencimiento. La idea de que un hombre pertenece a su niñez la desarrolló con
brillantez en la famosa dedicatoria a Léon Werth en “El pequeño príncipe.”
[ii] Su queja amarga de la falta de espiritualidad en nuestro
tiempo no siempre fue bien interpretada, sobre todo cuando observaba su
persistencia e importancia en los pueblos que iba conociendo. Como no podía ser
de otra forma, rechazaba la religión de los habitantes del desierto (como
cualquier otra) y observaba con preocupación su nula preocupación por buscar
mecanismos evolutivos para desarrollar el Espíritu. Pero había encontrado en
ellos valores inmutables relativos a la familia y a la amistad y se sentía
triste al comprobar que esos valores habían cambiado en la sociedad industrial
y corrían el riesgo de perderse.
[iii] Primera referencia directa a Léon Werth. Tenía 62 años y
algunos achaques. Su padre era un pañero judío asimilado (converso para
nosotros) y su madre de la pequeña nobleza de Picardía. Lo que dignifica su
actitud de no renunciar a su origen judío, aun no habiéndolo sido nunca, y
exponerse al peligro que suponía entonces mantenerse solidario con una
identidad perseguida, su mujer, Suzanne puso su apartamento de París a
disposición de aquellos que tenían que ocultarse dando prioridad a las mujeres
judías. Autor de una de las novelas antimilitarista más valiosas en lengua
francesa, “Soldado Clavel” (1919), sustentada en su experiencia en la I Guerra
Mundial en la que había participado como voluntario tras la conmoción por el
asesinato de Jaurès, y que le granjeó la antipatía de los conservadores y el
odio de los militares. En la línea de la deslumbrante “Viaje al fin de la
noche” de Céline, que empezó con lo que parecía una iconoclastia vanguardista y
acabó simpatizando sinceramente con el nazismo.
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Debo tener en cuenta lo que me dijiste algún día y no escuchar tu silencio de ahora.