Te escribo, Laura, en esta tarde de diciembre que se me
escapa, porque encontré una fotografía de 1983. No pude evitar que el corazón
se me inquietara, que volviera a aquel rostro profundo como si no lo hubiera
conocido. He vuelto a nuestro patio aunque ya no exista, a pensar en la
elegancia que entonces sostenías y que aún
me regalas como si fuera una imagen inalterable, a pensar en nuestros primeros
años de casados que hubieran sido más dichosos con un poco de comprensión por
parte de quienes nos rodeaban y se empeñaban en decirnos que nos estaban
enseñando a conducirnos por la vida.
Pero ese empeño de nuestros mayores en que aprendiéramos de todo,
incluso lo no aconsejable, hizo que acabáramos pensando como Groucho Marx
acerca de la juventud. Hace mucho que se nos curó esa deliciosa enfermedad que
nunca repite curso, que deja ebrio de resignación mal asimilada, cuyo recuerdo
hace que nos miremos de reojo en el espejo.
Nos casamos
tan jóvenes, con respecto a lo que se estilaba ya en aquellos días, que
estábamos más para ser educados que para educar, es cierto, pero había otras
formas de mostrarlo, ya sé que puedes imaginar a que me refiero.
En esa
fotografía esa preciosa muchacha que aún duerme junto a mí no tenía más de
veinte años y ya sabía lo duro que se habían vuelto nuestros mayores, víctimas
del desarrollismo egoísta que los había desorientado y, en cierta forma,
envilecido después de tantas carencias, si además te cogían en fuera de juego
eran capaces de hacerte vivir la sensación de estar enfrente del pelotón de
fusilamiento que apuntaba al coronel Aureliano Buendía; las palabras son dardos
cuando se las utiliza en el momento justo que aflora la más acusada fragilidad,
y es tan difícil ocultarla.
Ahora soy
un muchacho de cincuenta y cinco años, una vida y media me separa de esta
fotografía en la que aparecen junto a nosotros muchas personas que nos siguen
siendo queridas. Una de ellas, mi abuela, se fue en 1989, no recordaba haberla
visto nunca en una iglesia, no era creyente y detestaba a las mujeres del
barrio que iban todos los días a misa, las llamaba, con una carga peyorativa de
profundidad, beatas. No eran dichosas aquellas mujeres que rezaban y no
retenían ningún significado de cada oración, hablaban mal de los vecinos e iban
vestidas de negro.
Mi abuela,
sin embargo, vestida también de luto riguroso desde el fallecimiento de mi tío
Alejandro, encendía mariposas al pie de una urna de la Virgen del Carmen que
pasaba de casa en casa escuchando prédicas y promesas. Ella decía siempre con
irreprimible orgullo que su madre ayunaba desde el Jueves Santo de madrugada
hasta el Sábado Santo por la tarde. Ella no tenía fe pero veía con buenos ojos
que su madre la tuviera, la vida la trató de una forma despiadada, perdió a su
madre y a su hijo pequeño de una manera demasiado cruel como para dirigirse al
Dios al que se le pide que ponga pruebas como las de Abraham. De todas formas
exigía a los que creían que lo hicieran con esas ganas de fustigarse de los
peregrinos medievales más radicales con la visión del Valle de lágrimas que
tenemos que atravesar para alcanzar el Paraíso. Como a Franco, el Concilio
Vaticano II le había llegado sin enterarse de la apertura al mundo de la
Iglesia y su conciliación con la alegría; no soportaba que los jóvenes del
barrio cantaran acompañados de guitarras en el templo de Todos los Santos, tan
pequeñito él y castigado en sus muros traseros por el mar en los temporales de
levante tan frecuentes en nuestra tierra.
Mi abuela
no soportó nunca a la muchacha que se había casado conmigo, en realidad solo
soportaba a mi madre que hacía un uso excesivo de su mal genio y severidad para
criarnos, y a mi tío Gabriel, demasiado hombre de esos años que no fueron muy
amables y, por extensión, a su mujer para que él no se enfadara por cualquier malentendido,
eran tan susceptibles. Tenía una predilección especial por mí, supongo que por
tres razones; porque hablaba muy fino, porque casi nunca estaba enfermo y
porque siempre iba desaliñado.
Mi familia era con diferencia la menos desfavorecida entre la mayoría de los vecinos, yo quise identificarme con mis amigos de siempre, nunca supe ver lo que yo tenía y les faltaba a ellos. Sobra decir que los dueños de las fábricas conserveras, los de los bares, había hasta tres en veinte metros a la redonda, los tenderos y los delatores, dos familias en concreto, tuvieron antes que nosotros un televisor, un coche y todo lo demás.
Mi abuela
se marchó de entre nosotros un buen día durante el Tour que Perico perdió por
despistarse en la etapa prólogo. A mí me siguió persiguiendo con saña hasta que
la locura avanzara tanto que ya no era ella, me miraba y apenas me reconocía.
Curioso fue que contigo había hecho las
paces desde que empezara a perder la cabeza, sobre todo al caer la tarde.
Después de haber superado un ictus y con demencia senil, te pedía que fueras a
cuidarla porque eras tierna y paciente con ella, le devolvías con rosas sus
pretéritas espinas; si hay alguien que comprenda la vida sin paradojas y
contradicciones que me lo diga, ya sabes la pasión que me arrebata cuando leo a
Pasolini.
Para finalizar me gustaría aclarar que esta mujer, extraña, poseída por una suerte de espíritu espartano de cuya exigencia e inflexibilidad era ella misma su víctima preferente; comía poco, solo salía para llevar flores al cementerio cada 15 días y visitar a su familia de Benzú un par de veces al año, apenas dormía, pasaba horas con las tareas domésticas, la única debilidad que le recuerdo era el estudio 1, especialmente cuando echaban una obra de los Álvarez Quintero, como te decía, esta mujer me ha dejado un legado impagable de la cultura popular y un sentido idealista y riguroso de la solidaridad entre los familiares, para castigar solo utilizaba la lengua, ni a mí ni a mis hermanos nos puso nunca una mano encima.
Una
cancioncilla que nos enseñó decía algo así;
El cura de Castillejos
le ha hecho un hijo a mi madre,
Dios bendiga a ese cura,
ya tengo un hermano fraile.
Ya ves,
Laura, cuando la nostalgia golpea nunca sabemos en donde podemos acabar. Me he
embebido tanto intentando desentrañar el
misterio de mi abuela que casi se me olvidaba decirte que te quiero y que
sigues siendo tan hermosa como siempre. Mas no puedo dejar de pensar en lo que
te he ido contando, ahora que el tiempo nos empuja con su daga implacable
siento que para vivir necesitamos mantener en la memoria la presencia de
aquellos que pasaron.
(22 de diciembre de 2014)
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Debo tener en cuenta lo que me dijiste algún día y no escuchar tu silencio de ahora.