viernes, 13 de noviembre de 2015

Meditación nocturna cuando se quejan las primeras horas de la tarde.

    

   ¿Qué puedo hacer, Laura, mientras escribo sin otra razón que por sentir mi alma desolada? Y no sería igual pensar que te pierdo y sentir que la tuya permanece en algún sitio al que no puedo llegar, que contigo se iría la única posibilidad de encontrarte y perdería con ello el sentido que alguna vez le hallé a la vida.

       Lo que más me entristece en este momento es pensar que he logrado desentrañar la fórmula para hacerte feliz y, por lo tanto, serlo yo, para llorar de alegría por enterrar algunas tristezas que pasaron y no lo supieron discernir, para gritar que tú tenías razón, que conmigo irá siempre el muchacho que se equivocó de camino por no saber escucharte y después de vagar por la ruta de las incomprensiones no sabe donde está el recuerdo  para volver a caer en tus brazos, ya que no sé en cual de sus sucesivas identidades está el que tú perdiste y no quieres ayudarme a identificar y aplastar las espinas de su último poema.


         Me maldigo y quisiera llevar una cruz en la mirada cuando pienso en ti y me doy cuenta de que he tenido suerte a manos llenas, que no valoré la profundidad de tu mensaje, la elegancia de tu rostro, el erotismo sutil de tus noches más intensas. Ahora mi pecho se llena de angustia cuando me hablas de algunos momentos en los que te he perdido por no saber mirarte ni acariciar los bordes de tu herida. Quiero darte mis manos para que rompas el silencio que impide que se escuchen tus canciones, pero no me atrevo a mirarme a la cara, ya no es de plata el espejo que me ofrece la ventana del salón de nuestra casa, ya no es de oro el muchacho al que sigues mirando como si nada hubiera ocurrido en su rostro desde unos versos iluminados y perdidos de Robert Frost.


(23/11/2014 - Publicado 19/12/2014) 

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Debo tener en cuenta lo que me dijiste algún día y no escuchar tu silencio de ahora.