El exilio americano de Saint-Exupéry pasa por ser la etapa más sombría y confusa de su vida, una encrucijada de sentimientos le sometió a las pruebas más exigentes y penosas, el hombre que había preconizado la culminación personal a través de la superación de los obstáculos se vio acorralado por la magnitud de lo que estaba en juego; ni más ni menos que la convivencia de todo un país que había claudicado moralmente ante las exigencias implacables de la guerra.
Era un hombre de apenas cuarenta
años, pero estaba muy mermado físicamente por los muchos accidentes que habían
jalonado su trayectoria como piloto. Le dolía la mandíbula, tenía tan lastimada
la espalda que era incapaz, como se demostraría en su posterior incorporación
al combate en el Norte de África, de enfundarse sin ayuda el equipo de piloto,
sufría insomnio y vértigo, tenía catorce fracturas, algunas de ellas mal
resueltas, daba síntomas visibles de estar un poco cansado de su proyecto más
ambicioso como escritor, la deslumbrante para algunos y obtusa y pretenciosa,
para muchos otros, "Ciudadela[i]".
Cada vez estaba más convencido de que era un sueño imposible de la misma
magnitud que el que arrastraría a Orson Welles[ii]
veinte años más tarde cuando perseguía traducir en imágenes el mensaje sublime
del "Quijote". Preguntado, por los allegados que conocían el
proyecto, por la fecha de su publicación solía contestar con amarga ironía que
"Ciudadela" sería una obra póstuma, hasta tal punto estaba convencido
de que nunca la consideraría terminada por muchos años que viviera.
Saint-Exupéry
llegó solo a Nueva York, y ahí permanecería casi todo el tiempo, sin llegar a
congeniar con la numerosa colonia francesa[iii]
en la que, a grandes rasgos, observaba la misma división que había dejado atrás,
pero aún más carente de sentido[iv],
ni con los neoyorquinos de quienes le separaba el abismo del idioma.
Visitaría dos veces Los Ángeles
para reunirse con el gran director de cine Jean Renoir[v],
se habían conocido en el Siboney, el barco que llevó a ambos a la otra orilla,
y se mostró apasionado con la propuesta que le hizo de adaptar un guion de
"Tierra de los hombres" y llevarla a la pantalla. Apartaron el
proyecto ante la vulgaridad y la falta
de sensibilidad artística del productor con el que habían contactado que todo
lo sometía a los condicionamientos comerciales.
Una incursión en Quebec, en
mayo de 1942, acompañado ya por Consuelo Suncín, su esposa, para dar unas conferencias, tuvo
connotaciones desagradables y algo que debía durar unos días se prolongó
durante cinco semanas ya que tuvieron problemas con los visados, probablemente
provocados por exiliados franceses influyentes que presionaron a las
autoridades norteamericanas para que encontraran alguna irregularidad. Llegó a
haber sospechas serias de que fuera un espía a cargo de Vichy.
El incidente que habría de
tener unas repercusiones más negativas sobre el delicado estado anímico en el
que se encontraba estuvo relacionado con la falta de química evidente que tenía
con el general de Gaulle y que se manifestó desde los primeros contactos cuando
éste le animaba desde Londres a que se uniera a la única resistencia francesa
mínimamente organizada. Saint-Exupéry rechazó sus ofrecimientos despertando en de
Gaulle su perfil más vengativo e intolerante ya que no habría de olvidar esta
afrenta ni cuando su rival había muerto y la guerra terminado. Las
declaraciones de Saint-Exupéry sobre de Gaulle no fueron muchas, pero sí
rotundas acerca de lo que pensaba de él, decía que pretendía ser un césar
francés, que le recordaba a Franco[vi]
en tanto que militar, autoritario y enemigo de la libertad y, casi al final,
cuando los gaullistas se habían cebado con él y lo habían descentrado, lo ponía
casi a la misma altura que Hitler, en una apreciación hiperbólica y
desafortunada.
El que podemos considerar el
error más apreciable de su vida pública iba a facilitar la labor de sus
enemigos: su extraño y, hasta cierto punto, ambiguo punto de vista sobre el
régimen de Vichy y el viejo mariscal Pétain.
Conocedor de primera mano de la indefensión absoluta del ejército
francés ante los alemanes, acogió como necesaria la firma del armisticio, lo
contrario solo podía conducir a una carnicería sin precedentes, y respetó al arbitrario
militar que reunía todos los poderes en su persona y, más aún, ante la desaparición
en el proceso de la derrota de la III República, consideraba como legítimo al
“Estado francés” que se había creado en una zona que nunca sería libre y que
mimetizaría, hasta unos límites insospechados, su sintonía con los nazis
imitándoles en los crímenes y en las deportaciones. Aunque no compartiera sus
ideas y no las soportara otorgaba a Pétain la responsabilidad de la
persistencia de Francia como nación, pero el edificio que conservaba su
existencia se había levantado sobre los cimientos de la injusticia y la
persecución de todo aquel que fuera distinto[vii].
Saint-Exupéry se desmarcó[viii]
amargamente de Vichy cuando se eligió a Pierre Laval[ix],
el mejor amigo de los alemanes, como
Presidente del Consejo. Cuenta Philippe Lançon en el excelente artículo
titulado “El exilio americano de Saint-Exupéry” que, encontrándose en un café
de Vichy, en diciembre de 1940, donde tramitaba su visado, entró Pierre Laval y
no pudo reprimir decir en voz alta; “Aquí
tenemos a quien está vendiendo Francia”. Al advertir su inconsciencia y
calibrar las dimensiones del problema en el que se había metido, solo pudo
añadir, dándolo todo por perdido; “Bueno,
ahora que hemos dicho lo suficiente para que mañana nos fusilen al amanecer,
vayamos a pasear.”. Drieu La Rochelle, un escritor que había abrazado el
nazismo y al que conocía desde que ambos colaboraran en la revista Marianne, le
ayudó a gestionar su visado y a que llegara sin problemas a Paris, primer paso
para llegar a los Estados Unidos.
Ya en Nueva York, en 1942, una
distinción que le había otorgado el régimen de Vichy ante su estupor y que no
tardó en rechazar volvía a situarlo en el centro de la tormenta. Los gaullistas
solo entendían que se perteneciera a una de las dos opciones más
representativas que ofrecía Francia; "si no estabas con ellos, estabas con
Vichy y, por lo tanto, contra ellos". Y no se preocuparon mucho por llegar
al fondo del asunto, ni donde debían situarse los amantes de la libertad que,
forzosamente, no estarían con ninguno de ellos. No les interesaba, la calumnia
hacía daño que era el principal objetivo. Había que desacreditarle por todos los medios aunque
fuera utilizando pretextos que faltaran a la verdad. A consecuencia de unos
ataques despiadados en los que se le acusaba de los hechos más inverosímiles,
acabó cediendo a la bebida y se empapó de una melancolía mórbida que le hizo
perder su habilidad proverbial para relacionarse. Entre la tensión continua de
su matrimonio con Consuelo, las visitas de su amante Nelly de Vogüé que le
presionaba para que rompiera con su mujer de una vez, apareció la joven
periodista Sylvia Hamilton que se enamoró de él en una conferencia mientras le
pedía a un amigo que tradujera lo que decía. Sylvia fue ese rayo de luz que le
ayudó a levantarse, aunque la despertaba intempestivamente a cualquier hora de
la madrugada solicitándole cualquier licor y algo de comer, entre otras cosas.
Archivos
desvelados recientemente, sitúan a Saint-Exupéry, con el beneplácito del
gobierno norteamericano, como alternativa a De Gaulle para sustituirle como
cabeza visible de la Resistencia. No parece que tuviera mucha consistencia esta
propuesta dada la inclinación natural que tenía a sentirse libre y su repulsa a
los compromisos clientelistas tan difíciles de evitar en la progresión hacia el
poder. El rechazo de buena parte de los franceses con quienes compartía el
exilio y de los intelectuales, tanto de izquierdas como de derechas, hubiera
hecho lo posible para no respetar su
elección.
La historia
nos enseña que los filósofos nunca han sabido manejar los hilos de la política
y fallaban estrepitosamente cuando se trataba de trasladar sus teorías a un
marco real, ni siquiera el más grande de todos, el que supo articular casi
todas las formas posibles de gobierno, nos estamos refiriendo, por supuesto, a
Platón, escapó de ello, teniendo unas experiencias lamentables con los tiranos de
Siracusa.
Insistimos
en que, Saint-Exupéry no era pragmático, sino idealista, con todas las
puntualizaciones que se quiera[x],
y no supo ganarse el aprecio de la colonia francesa porque desaprobaba el
comportamiento de la mayoría de ellos y lo dotaba de coherencia[xi]
con su actitud, la sinceridad que empezó a exhibir con su comportamiento
indiferente y retraído que le provocaba un malestar inexplicable y una tristeza
confusa antes de embarcar en Lisboa; no dejaba escapar oportunidad de mostrar
su rechazo, de ahí su fracaso como resistente; no fue decisivo en que los
Estados Unidos entraran en guerra[xii]
y no fue capaz de aglutinar en torno suyo a sus compatriotas influyentes. Queda
en los archivos, pero nunca fue una propuesta con visos de llevarse a cabo la
que le ofreció el gobierno americano. El éxito como escritor a escala mundial
que supuso esta etapa quedó totalmente oscurecido por su fracaso como
resistente.
Saint-Exupéry, a raíz de este
episodio, vivió los momentos más angustiosos, probablemente, de su vida, los
serios problemas con la bebida de los que ya hemos hablado fueron una
consecuencia dramática de ello, y el silencio que se enseñoreó del hombre que
nunca dejaba de hablar.
Pero el panorama se le iba
aclarando algo, casi al final, empezaba a conectar con los norteamericanos que
tanto admiraban su obra, sobre todo los jóvenes con su entusiasmo prístino le
aclamaban en sus conferencias como si fuera una estrella de la canción, y
sonreía cuando valoraba seriamente la posibilidad de volver a la guerra que
tanto odiaba y aportar su entrega para colaborar, como el hombre de acción que
era, en acabar con ella.
[i] Ciudadela se publicaría en
1948, sería la amante más constante de su vida, Nelly de Vogúé, quien
facilitaría el material que él le había entregado. A pesar de su carácter de
obra incompleta, "Ciudadela" aporta ella sola casi tantas páginas
como el resto de su obra junta. Aunque no falta quien la califique como su obra
maestra, lo cierto es que pasa por ser el único fracaso de crítica de
Saint-Exupéry e incluso algunos de sus seguidores más recalcitrantes no acaban
de verla a la altura de "Tierra de los hombres" o "Piloto de
guerra", achacándolo, principalmente, a una desafortunada ordenación del
contenido del manuscrito y la indefinición de su mensaje moral y filosófico
aprisionado en la ampulosidad y una ausencia de la sencillez prístina que
impregnara otras obras suyas como "El pequeño príncipe".
[ii] Orson Welles llegó a escribir un guion de “El pequeño
príncipe”, proyecto que, como tantos otros, no pudo llevar a cabo por falta de
financiación.
[iv] La mayoría había aprovechado su situación económica para
escapar de la guerra sin preocuparse demasiado por los compatriotas que sufrían
en Francia y llevaban un ritmo de vida lujoso y disipado que no quería saber
nada de lo que ocurría en su país.
[v] Siendo Francia un país que ha dado cineastas de gran
valía no resulta fácil decantarse por uno de ellos. Somos muchos los que
pensamos que no hay ninguno como Jean Renoir. Tiene en “La gran ilusión” uno de
los alegatos más tiernos y terribles contra la guerra, casi a la altura de la
mejor película antimilitarista de la historia; “Senderos de gloria” de Stanley
Kubrick.
[vi] Vamos a admitir lo positivo que hay en que no le gustara
De Gaulle pero una gran parte de los españoles no hubiera dudado en cambiarlo
por Franco. Por lo tanto, o bien desconocía la barbarie vengativa que, en esos
mismos momentos, Franco estaba cometiendo o pensaba que de Gaulle era peor de
lo que se acabó demostrando.
[vii] Un ejemplo más de que no se debe generalizar lo hallamos
en una información confirmada de que había muchos vichystas que eran
conservadores y tradicionalistas pero no comulgaban con los nazis y los
identificaban como el mayor enemigo.
[viii] No quisiera confundir, Saint-Exupéry no estuvo con Vichy
ni un solo momento, y era consciente de la dureza inflexible y desconsiderada
que Pétain había heredado del Estado Mayor Militar francés que ganó la I
Primera Guerra mundial y se había sustentado en los mismos principios que
primaban la disciplina y un sostenimiento esperpéntico del honor sobre la
verdad y la piedad en el affaire Dreyfus, cuya defensa apasionada llevada a
cabo por Émile Zola provocaría la caída de la II República y la liberación de
un inocente.
[ix] Lo más sorprendente de esta historia es que
Saint-Exupéry, ya en 1943, volvía a mostrar respeto, eso sí con excesivos
reparos y matizaciones, por la figura de Pétain, con la que no congeniaba en
absoluto, pensando que había salvado los muebles y seguía insistiendo en la
perversa de Laval, que, tras un paréntesis fuera del gobierno, había vuelto,
impuesto por los alemanes para inaugurar el período más trágico de Vichy, con
deportaciones masivas de judíos y comunistas. Es evidente que Laval era la
figura más siniestra de aquella locura, en su horror, inclasificable, pero
estaba claro que Pétain tenía una responsabilidad directa e inexcusable en
aquel crimen.
[x] Saint-Exupéry tenía una admiración sin límites por
Platón, comprendía pero no compartía su idea de unos arquetipos perfectos e
inmutables. Incluso evolucionó hacia un relativismo con un hondo sustrato
democrático que se oponía al de la aristocracia moral de los mejores de Platón.
Podríamos calificarle, sin temor a equivocarnos, como el más realista entre los
idealistas.
[xi] Fue muy duro con sus comentarios, se refería a sus
compatriotas exiliados como moradores de un avispero y, en los momentos de
mayor tensión, elevó el listón para convertirlos en los moradores de un nido de
víboras. No era una forma muy afortunada de hacer campaña.
[xii] Hay que admitir
que participar en una guerra tiene
muchas implicaciones morales. Estados Unidos perdió, no en el mismo grado que
Alemania, Francia o el Reino Unido, una juventud brillante y prometedora
durante la I Guerra Mundial y no se decidía a emprender otra contienda por la
insistencia en la locura de los europeos, solo una provocación directa podía
provocarlo. Así fue, el ataque sorpresa japonés a Pearl Harbour, el 7 de diciembre de 1941, cambiaría el curso de la historia con la entrada de Estados Unidos en la guerra.
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