Todas las
decepciones caben en una lágrima. La vulgaridad unifica, el amor sigue buscando
agónicamente su camino pero los edificios interrumpen su paso en la ciudad que
ha perdido el culto a la ternura y al arte que nos ayudaban a morir de pie cuando
solo quedaba el orgullo de haber vivido, ya no lloramos por un pájaro muerto,
ya no soñamos con un gran amor, el tiempo nos ha quitado las maletas de la mano
y el carnet del bolsillo de la camisa. Hay un silencio de sombras en el sol
ardiente del verano y no llega el tren de la tarde que sale cada mañana.
Adoramos a un dios implacable que nos amarra a nuestro deseo de poseer lo
inaprensible, a una forma de vida donde se apaga la música mientras la escriben
los locos en el muro de una fábrica de cera. Es un dios más tiránico, más
severo que el de siempre, porque existe, lo veo en los ojos de la gente que me
cruzo mientras voy a una calle cuyo nombre no recuerdo habitada siempre por
desconocidos, en la lengua que no se pregunta, siquiera, sobre el sexo de los
ángeles.
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Debo tener en cuenta lo que me dijiste algún día y no escuchar tu silencio de ahora.