Fue durante un almuerzo informal y amistoso en Nueva York en el mes de mayo de 1942 donde nacería el mito literario más
importante del último siglo. Su autor, Antoine de Saint-Exupéry, estaba acompañado por
uno de sus editores, Eugene Reynal y la esposa de éste, Elisabeth, esta era indispensable para la comunicación cabal de los dos hombres ya que hablaba francés. En la charla
amistosa que llenaba los últimos momentos de aquella velada fue aconsejado por el editor de ponerse a trabajar en cualquier proyecto que se le ocurriera. Hacía más de un
año que no publicaba, desde el éxito del antimilitarista y simbólico “Piloto de guerra” y no deseaba
que se perdiera la senda de ventas marcada por esta obra inclasificable. No
parecía que esto último afectara mucho a Saint-Exupéry en esos momentos, aparcados como estaban
sus sempiternos problemas de dinero, con una racha, razonablemente, estable con
su esposa, Consuelo, que no tenía, precisamente, problemas de ese tipo.
Elisabeth,
recordándole el impacto emocional que le supuso la historia de alguien que lloraba por la necesidad imperiosa que tenía de
liberarse, cuando estaba enfermo e impedido en el hospital, y la actriz Annabella le leyó “La sirenita” de Andersen. Le aconsejó que escribiera una obra dirigida al público infantil. Lo que podía parecer
una provocación, más que un estímulo, no dejó de dar vueltas en su cabeza y, cuando iban a levantarse de la mesa, le enseñó a Elisabeth el dibujo de un niño en una
servilleta. Dibujar mientras conversaba era una extravagancia muy socorrida en
Saint-Exupéry que la llevaba a cabo incluso en reuniones menos informales,
equiparable a esa otra en la que despertaba a los amigos de madrugada para
leerles, por teléfono, lo que acababa de escribir en voz alta. Pero aquel dibujo
apenas esbozado significaría, ni más ni menos, la primera piedra en la
edificación de un pequeño monumento memorable.
El primer paso era
encontrar un lugar tranquilo, Saint-Exupéry le pidió a su mujer que alquilara
una cabaña, afectado como estaba por un arrebato místico que le acercaba sin
Dios al recogimiento y la meditación de los monjes benedictinos. Ella, que
había tardado un año en reunirse con él en Nueva York, parecía, desde su
posición de mujer rica, quererle ofrecer lo mejor que encontrara y disfrutar
los días que pudiera de la enésima reconciliación, por eso alquiló una mansión
victoriana en Long Island, sabiendo que uno de los mayores defectos de su
marido era la inclinación por el lujo. Enfadado le dijo que le había pedido
una cabaña y que ella le había ofrecido un palacio. Pero acabó agradeciendo su
licencia, ya que encontró allí un escenario idóneo para encontrar un poco de calma y concentrarse. “Escribiría
“El pequeño príncipe” en un tiempo récord para lo que era habitual en él y, por
lo visto, no desechó tanto material como solía ser su costumbre.
En este tiempo amargo en
el plano personal, corroído por el sentimiento de culpa por no estar en el
combate ayudando a la liberación de su país, no perdería la costumbre de buscar
un nuevo amor, en este caso sería una relación corta, intensa y apasionada la que le regaló el destino, se
llamaba Sylvia Reinhardt, era periodista y habría de jugar un papel muy
importante en el mito. Saint-Exupéry alternaría su presencia en Long Island con
el apartamento de Sylvia en Park Avenue, entre un lugar y otro terminó de
escribir el libro. Las largas esperas de ella serían la marca de aquella
aventura donde la joven le permitía al ídolo su impuntualidad bohemia o los
cambios de humor inesperados debido a su depresión.
Sin embargo, en una
afirmación que parece inverosímil, a tenor de sus muchas aventuras y el amor que,
ciertamente, le profesó a Sylvia, estos últimos años en la vida de
Saint-Exupéry descifraron una dependencia afectiva por su mujer, Consuelo, que
podríamos tildar de enfermiza y que desembocó en un hondo arrepentimiento.
Las últimas cartas que le escribió mantienen un tono emocionado, profundo y con
presencia de muerte, aunque recibiera telegramas escuetos y fríos como
respuesta. Ella había empezado una relación con el escritor y filósofo suizo,
Denis de Rougemont, compañero de Antoine en las partidas de ajedrez y en las
disertaciones sobre el amor, coincidiendo con el affaire de la muchacha
neoyorquina. Y siguió con él cuando Saint-Exupéry se encontraba ya en África
del Norte y Córcega luchando por su país.
Pero lo que parece que
más molestó a Consuelo, y lo refleja con su resentimiento en “Memorias de la
rosa”, fue que tuviera un verdadero sentimiento de amor y entregara el
manuscrito de “Le petit prince” a Sylvia y la mayoría de sus escritos póstumos
a su amante permanente y protectora,
aquella que nunca le fallaría y, probablemente, le recordaba a su madre, Nelly de Vogüé. La mayoría de las amantes de
Antoine fueron intrascendentes y Consuelo no podía dejar de ver el cariño en la
presencia de Sylvia en las páginas de aquel libro que debía de haber sido,
exclusivamente, una exultante declaración de amor para ella. Ni soportaba las confidencias
intimas que compartía con Nelly de Vogüé.
Consuelo será siempre la
rosa, hermosa, presumida, orgullosa, pero frágil y con unos deseos vehementes de
ser protegida, tal como Saint-Exupéry la veía y, en cierta forma, ella era la
preferida entre todas las rosas.
Sylvia sería el zorro, no
habría estado mal que le hubiera cambiado el sexo, a pesar de las risitas que
pudiera provocar. Las largas horas de espera se acumulan en su cuaderno, siente
que se le abre la sonrisa cuando presiente su presencia, de alguna manera había
sido domesticada por este encantador que sabía enamorar a los animales y hablar
dulcemente a las flores. Antoine no sabía inglés y se comunicaron a través de
los gestos y la sonrisa, complementados con palabras imprecisas y fugitivas, tomadas prestadas de diferentes idiomas.
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Debo tener en cuenta lo que me dijiste algún día y no escuchar tu silencio de ahora.