Cuando el poeta Yves Bonnefoy escribió su famoso prólogo del Hamlet esgrimió una frase digna de ser tenida en cuenta; Lo importante es estar preparado, dotando con ello al mejor drama que se haya escrito de una modernidad que, en su origen, tal vez, le faltaba. Hay que constatar la realidad con nuestros sueños y adaptarnos a lo que nos ofrece. La mía se debate en un tiempo de cambios, lo que era cierto se ha empantanado en una duda dolorosa sobre el sentido de nuestra civilización.
Un día cualquiera me levanté y
pensé que lo que decía era valioso para los otros, que el hombre de la calle
podía ser conmovido por el poder taumatúrgico de la poesía, que había que
ponerle las cosas delante de los ojos para que, al fin, pudiera verlas. Tenía
deseos de hablar, de necesitar a los demás porque pensé que los demás me
necesitaban, y aquí llega la realidad con la que me encuentro, el imperativo
categórico que me había impuesto se difumina; Nadie me necesita y no puedo
contar con la ayuda de aquellos a quienes creo necesitar, es el rasgo más cruel
de esta modernidad alienante que nos arrastra a perder nuestra identidad, a no
mirar, siquiera de soslayo, el legado de Platón; la soledad como única fuerza
creadora, sabiendo de la fragilidad desorientadora del aislamiento de las
islas. Los poetas no me consideran uno de los suyos y lo he asimilado hasta el
punto de que he acabado por no sentirme uno de ellos.
Sufro cuando escribo, es un
tormento al que, sin poder precisar las causas, no quiero renunciar. Es la tercera
oportunidad que me da la vida de escribir con una dedicación razonable. El
placer de estar escribiendo algo apenas lo he sentido, pero sí lo he
experimentado cuando, al transcurrir el tiempo, he leído con asombro algo que
consideraba perdido y merecedor de morar en la negra noche del olvido.
Creo que
aquí radica el verdadero problema que he tenido en mi lucha por ser libre, la
mayoría de la gente no distingue entre orgullo y arrogancia, entre diplomacia e
hipocresía, entre sinceridad y un culto fanático y excluyente que conduce a
considerar verdadero solo lo que uno piensa. Mi abuela me enseñó que debía
sentirme orgulloso de aquello por lo que me hubiera esforzado aunque el
resultado no acompañara, a ser sincero aunque me cerrara ventanas desde las que
nunca se podría remontar el vuelo por más que la vanidad nos llevara a pensar
durante un rato impreciso y engañoso que nuestros pies pisaban por encima del
suelo. Entre el fracaso eterno de Welles y el triunfo pasajero de los otros
nunca tuve dudas. ¿Qué son veinte años en la inmensidad del mar y de la muerte?
Creo que estoy preparado, María, para hablar
de mi circunstancia, para intentar hacerlo lo mejor posible de espaldas a una
sociedad que no ama lo único que verdaderamente merece ser amado; la verdad. Es la única
obligación que tengo; narrar la aventura de ser hombre en unos tiempos crueles
y desdeñosos con el patrimonio moral que nos identifica, lo único que puedo
hacer en el laberinto asfixiante de unos tiempos pretenciosos, en absoluto
modernos, ya que se muestran terriblemente proclives a conservar lo que no merece la
pena y a matar lo que es imperecedero en su pacto tácito con la futilidad implacable del sueño de la muerte.
Un abrazo, María, espero haberte ayudado a
comprender mi asombro. Ya sabes que tengo en gran consideración tu poesía.
(15 de agosto de 2016)
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Debo tener en cuenta lo que me dijiste algún día y no escuchar tu silencio de ahora.