Poema escrito hace unos veinte años. Siempre estuve orgulloso de él. Los demás no comprendieron nunca el por qué, tampoco yo comprendo las causas por las que muchos se sienten orgullosos. Es una cruel paradoja, pero me empeño en hacer aquello que me hiere y que, hasta ahora, no me ha dado ninguna satisfacción, aunque sí algún que otro desencuentro.
Cuando
ya no te vea, cuando
pasen los días y no sepa dónde
está tu sonrisa, tu blusa, dónde
están tus palabras, hollaré
en el misterio de tu presencia ausente buscando
el milagro que entregaste a mi vida.
Ya
no seré un errante viajero sin huella; me
quedaré oteando en la orilla de la playa, miraré
el horizonte con la melancolía de
imaginarte plena como ahora te siento.
No
intentaré explicarme por qué no te entregué el
corazón sangrante hacia el que caminabas ni
por qué en tu oído no
derramé los restos de mi viejo naufragio.
Sabré
que lo importante, sí, que lo imprescindible, para
acercarme a Dios será
pensar que tú existías, que
podré constatarlo en lugares y amigos, que
cuando así no sea, a solas con el mar, pensaré
en tu sonrisa, tu blusa y tus palabras, aunque
ya no te vea y
presienta que a esta isla no volverás jamás, y
que, en donde estés, acaso sin notarlo, llevarás
esa tierna intención que me arrancaste.
Hoy tengo que arrastrar esta carga de dudas, este mirar tan triste que se pliega en los astros, sigue la enredadera verde de los silencios en el puerto vencido sin alba en las canciones que escuchas en el antro donde nada te turba.
Yo en esta claridad que traspasa mi pecho en la ciudad que sigue sin luz en la memoria, conservo las palabras de amor que me dijiste, enhebro los espejos oscuros de tu rostro, escribo, cuando llega el misterio que duele hurgo en la soledad de los versos sin brillo.
Tu non sai le colline
dove si è sparso il sangue.
(Cesare Pavese - 1945)
No conoces los montes
donde corrió la sangre.
(Traducción; José Agustín Goytisolo)
Para cuando me muera, tendido en mi sudario
se apagará conmigo
el muchacho que tiembla en la colina
con el polvo cegándole los ojos,
el horror de los pasos que se acercan
y las frases solemnes en las temibles
rampas angostas de un gigante que no siente.
La pólvora y la muerte elevadas
a un ritual de honor y de conquistas
y un himno alentando la barbarie
con los cuerpos desgarrados en la niebla.
Arrinconados, en la altura
enrarecida de los montes Dolomitas,
el amor que esperaba y no me diste,
las cartas sin remite que nunca me enviaste,
y caricias que tendrían otro destino
mïentras
el silencio y la noche mordían con su abrazo
mi alma en la litera
y ardía el mundo de los tiernos y de los tristes
devastado por los celos de la espera que no muere.
El delicado estado de salud que padecía hizo que Cesare Pavese no estuviera en el frente durante la Segunda Guerra Mundial, eso supuso un gran alivio ya que evitó que tuviera que luchar al lado del enemigo. Vivió este período como un emboscado atravesando las calles de un Turín derruido, pero su militancia sincera y comprometida no exenta de riesgo no fue suficiente para evitar que viviera la Guerra con una angustia intensa y que floreciera en su alma un sentimiento de culpa que le corroía y en el que invocaba a compañeros perdidos que se echaron a los montes. A pesar de los años y las dificultades implícitas a un tiempo de guerra seguía pensando en Battistina Pizzardo cuya voz y cuyo recuerdo le acompañarían siempre a pesar de los intentos con otras mujeres.