Si yo rezara sobre tu amor inerte
como una tumba abierta sobre tu voz quebrada,
como una primavera con el cielo apagado
que buscara tu olvido, tu amor y tus
palabras,
para verte en la calle como si fueras otra
para hundir en tu cuerpo extraño la mirada
y no saber reír, llorar, ni aparecerme
en el hombre de siempre que siempre te
abrazaba.
Si yo rezara sobre tu amor inerte
la sombra de tu noche se llevaría mi alma
para desenterrarla en el último verso
que me hablara de ti, que tu rostro llevara.
Arlequín volvería a entregarte mi risa
junto a la Plaza Vieja con flores y
guirnaldas
para darle el aliento que le arrancó tu
olvido
en la esquina del mar en donde te esperaba.
¡Oh, eterno Pierrot del anhelo encallado
que sufre en las esquinas y por la luna vaga,
no vengas esta noche a llevarte mi pluma,
la música no arranques del pecho que la llama!
¿Por qué mi amor es triste? ¿Por qué lloro en silencio?
¿Por qué llevas la muerte prendida en la mirada?
¡Ay, triste carnaval de sueños y pasiones
que muere cuando reza y llora cuando canta!
La Plaza Vieja es el nombre popular con el que se
conoce a la Plaza de Rafael Gibert, donde se encontraba el Centro
Cultural en el que se emplazaban, entre otros, la Residencia donde se alojaban
estudiantes provenientes, en su mayor parte, del Campo de Gibraltar inscritos
en Magisterio y la, entonces, recién inaugurada Escuela de Enfermería, y el
Centro Asociado de la U.N.E.D en Ceuta que, a pesar de la precariedad de
espacio, vivió, desde mi punto de vista, su época dorada, por aquí pasaron
personalidades de trascendencia nacional e internacional, siempre lamenté no
haberme enterado de las conferencias del hispanista Henry Kamen, pero tuve la
suerte sin embargo, junto a mi mujer, de contar con la sabiduría y el trato
exquisito del prehistoriador Eduardo Ripoll, un problema de divulgación impidió
que muchos que hubieran deseado degustar sus conocimientos asistieran.
La Plaza Vieja solía estar muy animada por los bares allí
emplazados. Los primeros carnavales celebrados en la ciudad, después de la
prohibición durante toda la dictadura de Franco, supusieron una explosión de
ganas de diversión, y tanto tumulto como se formaba ahogaba casi todas las
tristezas o hacía que te olvidaras un poco de ellas. Evidentemente era el sabor
de Cádiz lo que prevalecía y aún se tiene.