me dejas desterrado en
el miedo y las sombras
a solas con el mar de
dolor que me cubre
en esas olas negras
que arrastran a la playa.
(Las ramas de laurel)
En tu dolor me hieres, sin saber el motivo
castigas lo que amas en
la ruta obstinada
del calderón que
abraza tus orillas
y muere pensativo, varado en las arenas,
y muere pensativo, varado en las arenas,
provocas
lo que sigue
en el pasaje estrecho sombreando
las flores
de tu vestido alegre que no llegó a a los claros
en
la fiesta de ayer,
caminas por el Cuadro abierto que engalana
la acera que retiene
un sitio sensitivo en
la memoria
de la niña descalza que vuelve de la escuela
y se pierde en el aire
con las rosas marchitas.
Despiertas en la calle
como un árbol que sufre
y acoge su destino en
la sombra exiliado,
como una enredadera
que no alcanza los muros
de la noche vacía, de tu primer poema.
Eres alma de nube
peregrina y cansada
como las remembranzas de
un poeta apagado
que arroja la toalla
de sangre en el camino
entre las Cuatro Higueras y una tumba encalada,
entre los pensamientos
del arroyo
y el rostro amortajado de los sueños sentidos.
Vienes desde la muerte
de una pasión lejana
que llenaron los
pájaros que emigraban al Sur
y buscas la estación
que rompe el horizonte
tenue de Cabo Negro,
así te desmadejas en
folios y revistas
rotos por un deseo que
te llama y te vive
en las fotografías
sedientas de pasado
entre las escolleras
de la fábrica
que no vuelve del
sueño, que no torna a la vida
sobre la fuente intensa de tu boca
que canta su agonía y el
alma del quejío
que lleva a la
almadraba la herida de los mares,
la luz de la avenida
entre los pasadizos
del templo desterrado
que perdió la palabra
del galileo
y sufre en el calvario
y sufre en el calvario
de mujeres de negro con un himno en la frente
que mueve la quietud de tu voz y el recuerdo.
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Debo tener en cuenta lo que me dijiste algún día y no escuchar tu silencio de ahora.