yo plantaba los fértiles renuevos
de los árboles verdes, yo las flores,
en quien mejor pudiera contemplaros,
(Lope de Vega)
El año 1968 marcará para siempre la vida y la obra de
Arturo Maccanti; muere su hijo con apenas cuatro años. A partir de entonces el
poeta, que ya había consagrado poemas al dolor y a la nostalgia, los convierte
en el eje central de su poesía, a través de su hijo rememora a todos sus
muertos que habían tenido una vida larga y solo habían sido vencidos por el
tiempo. Con la memoria intacta, de quien cuida de que el olvido no borre ni un
solo juego, ni una sola sonrisa, vuelve atrás para hablarnos del tiempo en que su hijo vivía; los
pájaros de entonces aún cantan en su recuerdo, aún muestran sus flores los
jardines que hollaron de la mano, aún los columpios tiemblan estremecidos por la luz de su rostro, aún la muerte no había aparecido por su casa tan temprano
para llevarse, para siempre, la alegría.
Columpio
solo
(A mi hijo, 1964-68. Parque Municipal de Santa Cruz.
Anochece)
¿A quién meces, columpio solo? ¿Al viento
ruidoso y ciudadano?
Al pasar, te descubro en la tardía
luz del verano, como en sueños,
con tu vaivén donde un fantasma,
que golpea en el fondo de mi pecho,
todavía sonríe sin saber…
Cerca, un reloj de flores marca un tiempo
urbano, indiferente, entre risas de niños
áureos de sol atardecido, mientras
cruzo fugaz por la penumbra
de los árboles,
ya perseguido siempre
por mí, por el recuerdo
vagabundo de un sueño que fue vida.
Al pasar, se levanta la bandada
de palomas que vimos por costumbre
otros días con sol, bóvedas altas
sobre las que ha caído un mundo de silencio.
Aunque el amor no acabe,
aunque acabe el amor, columpio solo,
tú permanece fiel meciendo al aire,
meciendo al niño aquel que apenas pudo
llegar a ser mañana,
que se quedó en ayer,
y hoy cruza finalmente,
a pecho descubierto,
el vasto imperio de la sombra,
el hondísimo nihil…
Jardín
Quédate en el jardín y juega mucho,
estoy tranquilo porque no hay peligro
entre las viejas tapias y te guardan
con amor los cipreses...
Si anochece,
si se hace de oro la lluvia entre los árboles
del prado,
y ves que me demoro
y sientes miedo de la oscuridad,
no llores, que estoy cerca como siempre;
sabes que no te olvido,
aunque la vida a veces me distraiga,
que llegaré para darte mi mano
de padre cuidadoso,
no salgas del jardín.
Todos los pájaros
cantan para tu paz y mi alegría,
y yo volveré pronto, a la hora en punto
de la muerte, hijo mío, a recogerte
y llevarte en mis brazos...
Otro jardín
Vasta y dulce memoria,
déjame que recuerde
cómo fueron sus ojos,
déjame penetrar en la espesura
de las ruinas perennes del pasado
y rescate la luz inmaculada
que se llevó consigo.
Permite que me duerma sobre el césped
lejano del jardín ya clausurado
que yo llamé alegría...