miércoles, 11 de marzo de 2020

Nocturno en la escollera




Me dejó solo con mi triunfo y su muerte.
(José Emilio Pacheco)

El ayer que proyecta su sombra en el futuro
empaña las vidrieras
y destroza los labios yertos sobre las algas
que anhelan que regresen
los amores perdidos en nuestras tempestades,
los besos que cayeron en los labios cerrados
de los viejos fantasmas que lloran en la esquina.

I

En las imágenes que se cubren ante mis ojos,
en los recovecos de la brisa que no tengo y nunca se ha perdido,
en el camino sinuoso donde dejaste la lluvia y hundiste los deseos
mi amor se desespera
como un caballo que gime en la cuchara de madera que lo arrastra
a la soledad de la neblina que no quiere leer las sombras que te escribo
en los arbustos que resisten en el desierto
y funden en una lágrima
el discurso sin voz de las antorchas
cuando aparecen las cadenas perversas de algodón
sobre el paisaje roto, hueco y acordonado
que contagia el gris a los ojos que sufren en los párpados de las arenas.

II

Busco ese algo que perdí y nunca tuve,
una canción que me llegó adentro navegando en el flujo de las venas
de una memoria ausente, apartada y deprimida,
busco la poesía que los dioses me entregaron y no pude atravesar
en el desván sin puertas de un vestigio inerte, seco y amortajado
para dejar que mi barca se hunda en la melancolía de las sirenas
que perdieron las ansias viajeras de tu canto
y me alejo del hombre que cruzaba la avenida con la luz en el costado,
en las vetas azules de la sangre derramada sobre las azucenas
que levantaste con el perfil de tu mano y un pañuelo afligido
en los hilos sedientos de caricias de tu jersey de plumas apenado.

III

Tu corazón un sueño sin latido,
mi alma la ilusión de una quimera,
por la cuesta del Gallo van penando como una lumbre oscura
que alienta la mirada del sol entre las nubes
con la nostalgia ardiente que se adueñó de
los roces peregrinos de tu gesto,
con la alondra que sufre la muerte del mañana
y muestra en la tristeza mórbida de su vuelo
la gracia de una sonrisa que sufre en la cadencia de los brazos
que imprimieron
la arcilla de tu huella en el destierro del mar de mi alegría.

Ahora tiemblo como un romance abortado en la alborada,
como si no volviera la risa a los hondos veneros
de tu boca,
como si las
antenas, el mundo, los milagros,
 la noche y las revistas
cubrieran mi cintura y no quisieran verme,
y los pájaros aullaran encadenados a los espinos
que rasgaron tu falda plisada en la amargura sentida
de la frontera imprecisa
 entre tu voz, mi alma y tu silencio.

IV

Aquí, donde rompo las canciones que mostramos en las esquinas
y solo queda un grito que empaña las paredes con un resplandor de tierra,
sufro como un pastor que no eligió su paso y no encuentra sus montes,
como un árbol que llora en los bordes del camino.

Te veré alguna vez cuando la golondrina ahogue su amargura en el polvo
de un salón mortecino agazapado en la oscuridad de una lira,
cuando la alambrada se abra a una bandera que represente a los perdidos,
cuando no hayas muerto
en la misma manzana que muerde
las llamas del Paraíso,
la piedra helada que arde en las entrañas del Infierno.

V

Aún espero que vuelva tu nombre entre la yedra
de la casa encalada,
tu corazón al puerto que moría con los mitos
de tu imagen transida
sobre la carretera de las calas dolientes,
de tu
sombra en los labios que aguardan la palabra
que sigue en el recuerdo como si fuera tuya
y siempre inundará las garras del olvido.


VI

Hay una estatua de cera en el patio que aún te espera
en la cortina transparente de luz al mediodía,
hay un libro caído donde se yergue un sueño interminable,
un ciprés con un recuerdo en sus raíces enredado,
un cuarto oscuro donde asusta la nada y la muerte
se adueña de mi rostro
cuando te alejas de mí y no miras la cuerda
que se ha roto y me desgarra la frente y la garganta.

Versión 11 de marzo de 2020.

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Debo tener en cuenta lo que me dijiste algún día y no escuchar tu silencio de ahora.