Siento, hoy siento el amor y la muerte
en la misma sonrisa, en la misma mirada.
Cuando llega la muerte entre los
eucaliptos
que guardan la colina las flores
gimen tristes,
susurran en la piedra
coplas de amor
sobre los muros yertos de un barrio
que se apaga
entre la hierba negra que
murmura
su tormento en la niebla de la Vía
y las barcas hundidas de la playa
que duerme.
Te llegará el quejido de los montes
cansados
que muerden el ocaso mustio de la
frontera
cubriendo el cementerio
con las promesas blancas que se
pierden
en los ojos cerrados que surcan la
mezquita
y no sienten la infancia
que juega en las higueras y vibra
en el arroyo
que agoniza en el puente que no
tiene destino
y no vuelve a la escuela rodeada de
verjas
ni al canto dulce y ciego
del pájaro vencido el último
verano
que forjó sus cadenas en las zarzas
ardientes.
Sigue su curso lúgubre
la mano del olvido que no teje su
queja,
camina por las olas la tristeza de
Abyla
que abre la remembranza trémula de los
puertos,
clama la soledad en los andamios
del sauce que frecuenta la luz de la
farola
y recoge tu nombre en un cuaderno
abierto,
brama el manto lluvioso de la noche
que ahoga la garganta llorosa de la niña
que acoge en comunión unas ansias constantes
que quiebran tu cintura,
desordenan tu pelo y hieren tu costado.
El duelo de la espuma penetra en las aceras
y el recuerdo se
arrastra en la gabarra
que no regresa y cae en los mares
perdidos,
en la ruina de un arco
sumergido en la huella de una
esperanza vana
que anhela una caricia y turba tu
silencio
y te ofrenda a los dioses, a la
tierra te entrega
con la marea errante de antiguas
procesiones
que mecen tu retrato entre los
rezos,
tus flores en la lágrima de un
resplandor marchito.
Solo puedes decir que eres pasado
como la espiga rota que cantaba en
el vientre
de una estela de mármol que camina
hacia el valle profundo del lamento,
hacia el céfiro grave de un pórtico
cerrado
que perece en la savia
derramada en los muelles de los
pétalos,
y no vuelve a la sombra de los
trenes perdidos
y no puede gritar la desventura
que tuvo una corona de sueño
arrebatada
prendida en el misterio mórbido de
tu frente,
un vaso con el fuego de una flecha
perdida
y un epitafio amargo
que ardía quejumbroso en la piedra
severa
cuando entre las tinieblas más
tristes alumbrabas
dejando en los lirios la luz de tu
sonrisa.
Es inútil llorar cuando llega la
muerte
y te mira a los ojos con ansias
descarnadas
como solía hacerlo
en tu candor de mártir cuando eras
una rosa
y el infierno un lugar
que tus tiernos errores convertían
en un remordimiento húmedo en la
almohada,
en la cruz que llevaba los clavos
de tu orgullo,
las llagas de tu pecho,
los pecados mortales que marcaban
tu rostro.
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Debo tener en cuenta lo que me dijiste algún día y no escuchar tu silencio de ahora.