sábado, 18 de enero de 2020

Tras la muerte

Siento, hoy siento el amor y la muerte
en la misma sonrisa, en la misma mirada.



Cuando llega la muerte entre los eucaliptos
que guardan la colina las flores gimen tristes,
susurran en la piedra
coplas de amor
sobre los muros yertos de un barrio que se apaga
entre la hierba negra que murmura 
su tormento en la niebla de la Vía
y las barcas hundidas de la playa que duerme.

Te llegará el quejido de los montes cansados 
que muerden el ocaso mustio de la frontera
cubriendo el cementerio
con las promesas blancas que se pierden
en los ojos cerrados que surcan la mezquita
y no sienten la infancia
que juega en las higueras y vibra en el arroyo
que agoniza en el puente que no tiene destino
y no vuelve a la escuela rodeada de verjas
ni al canto dulce y ciego
del pájaro vencido el último verano
que forjó sus cadenas en las zarzas ardientes.

Sigue su curso lúgubre
la mano del olvido que no teje su queja,
camina por las olas la tristeza de Abyla
que abre la remembranza trémula de los puertos,
clama la soledad en los andamios
del sauce que frecuenta la luz de la farola
y recoge tu nombre en un cuaderno abierto,
brama el manto lluvioso de la noche
que ahoga la garganta llorosa de la niña
que acoge en comunión unas ansias constantes 
que quiebran tu cintura,
desordenan tu pelo y hieren tu costado.

El duelo de la espuma penetra en las aceras
y el recuerdo se arrastra en la gabarra
que no regresa y cae en los mares perdidos,
en la ruina de un arco
sumergido en la huella de una esperanza vana
que anhela una caricia y turba tu silencio
y te ofrenda a los dioses, a la tierra te entrega 
con la marea errante de antiguas procesiones 
que mecen tu retrato entre los rezos,
tus flores en la lágrima de un resplandor marchito.

Solo puedes decir que eres pasado
como la espiga rota que cantaba en el vientre
de una estela de mármol que camina
hacia el valle profundo del lamento, 
hacia el céfiro grave de un pórtico cerrado
que perece en la savia
derramada en los muelles de los pétalos,
y no vuelve a la sombra de los trenes perdidos
y no puede gritar la desventura
que tuvo una corona de sueño arrebatada
prendida en el misterio mórbido de tu frente,
un vaso con el fuego de una flecha perdida
y un epitafio amargo
que ardía quejumbroso en la piedra severa
cuando entre las tinieblas más tristes alumbrabas
dejando en los lirios la luz de tu sonrisa.

Es inútil llorar cuando llega la muerte
y te mira a los ojos con ansias descarnadas
como solía hacerlo
en tu candor de mártir cuando eras una rosa 
y el infierno un lugar
que tus tiernos errores convertían
en un remordimiento húmedo en la almohada,
en la cruz que llevaba los clavos de tu orgullo,
las llagas de tu pecho,
los pecados mortales que marcaban tu rostro.


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Debo tener en cuenta lo que me dijiste algún día y no escuchar tu silencio de ahora.