II
Hay un jardín que muere
en el miedo de los patios
donde canta el jilguero
que lloraba sin luz
en lo turbio y
angosto que vuelve de una infancia
y no encuentra palabras
para expresar tu canto,
y entre escombros
agolpados
contra el muro
la tristeza se esfuerza
por ofrecer su lecho de
raíces a unas plantas de Oriente
que no verán camino en
sus primeros pasos nunca más
como tus ojos,
en un
barranco donde no habita una estrella
que los guíe,
oscuros, deslavazados,
apasionados, muertos,
en el
libro amarillo que mostrara tu hondura
ante mi asombro de niño,
en la palabra de amor
que desplegó tu boca hacia los tristes,
hacia los que nacieron
de rodillas
ante el peso infinito
del estigma invisible,
hacia los que tienen
hambre de amapolas
de montes rotos que
imploran su olor a tierra
en la melancolía de su
ocaso
que nadie mirará
mientras duerman los dioses
entre sábanas blancas
tendidas en un mísero cordel
y la canción que
hiere en las tinieblas
de las cinco en punto de
la tarde.