miércoles, 15 de junio de 2011

Último día de un poema

       Hace apenas cinco meses que vivo acorralado por el deseo de escribir. Cuando algunos compañeros míos de generación empiezan a plegar las velas, hartos del coche, las vacaciones, los horarios, los impresos... con los que soñaban, y piensan en alguna fórmula ventajosa para anticipar un retiro dorado cuando aún quedan ganas de vivir sin estar lastrado por demasiados achaques, yo me pongo a escribir, casi nada, como un extraño perdido en una fiesta a la que nadie le ha invitado. Y no está siendo fácil, pensando que lo mejor de mí debería estar por llegar, y no lo encuentro, por más que me levante muchos días a la hora que antes me acostaba. Puede haber una forma razonada de extraer lo que he ido acumulando en tantos años de silencios, simplemente porque lo sentía, porque me gustaba, pero nunca he sido muy juicioso.



Último día de un poema[1]

A veces no puedo saber lo que amo tiernamente,
se fue la llama azul que me guiaba
a la oscuridad de tus ojos, al puerto de tus brazos.
Arrancaron de mí la confianza que tuve
para amar en silencio sin esperar que me amaran.

Quizás no sea verdad, sólo un anhelo
que no quise tocar
por miedo a que volara,
volvieron otros cometas sin saber
agarrarme a sus colas, o empaparme de luz.

Y ahora, como las canciones,
que mi abuela aprendiera
de labios sefarditas,
de la tristeza voy a la amargura,
en la deriva de la noche preguntándome;
dónde está el candor que derrochaste conmigo,
dónde está la sonrisa que me tranquilizaba,
dónde el amor que eterno prometiste,
dónde la madrugada
en la que, al fin, los pájaros cantaron,
cuando tus tiernos ojos me miraban.

(Abril 2011)


[1] El único nexo en común entre la parrafada, el título y el poema es que fueron escritos consecutivamente.

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Debo tener en cuenta lo que me dijiste algún día y no escuchar tu silencio de ahora.