Estoy triste y busco la causa de mi tristeza.
Quiero saber por qué es tan dulce tu palidez, amiga mía.
Por qué, como nieve en el lago, es tan hermosa tu mirada.
Por qué me acuerdo de tus ojos si no te he conocido nunca.
(Leopoldo Panero – Ciudad sin nombre)
Caen las flores sobre el tejado
que baja a un paraíso oscuro y ceniciento,
cae la noche
como el recuerdo de un hombre gris
que se quedó colgado en el árbol del camino.
¿Por qué no siento la libertad
bajo el manto transparente de tus alas caídas
sobre su quietud errante?
¿Por qué encuentro en mi puerta la sombra tenebrosa
que ha quedado de mí mismo?
¿Por qué amo a la que fuiste en tus momentos amargos?
Como una toalla arrojada desde una esquina
la ciudad me muestra su rostro sanguinolento,
entre los gritos, las banderas y el mar
se hunde en la camisa vestida de un domingo carcelario,
y tú no vuelves
para impedir que me convierta en la estatua
que gime ante la altura de tu encanto
o en la orquídea que derrama su aliento y su dolor
sobre el olvido de una palabra antigua y harapienta.
Inconclusa, como la carta de un amante
que no encuentra un mensajero en su deriva,
tu mirada se pierde en las líneas de un poema mutilado
y escrito con torpeza,
en los coches abandonados junto a las muñecas rotas
y en las fábricas sin pulso cuyas chimeneas
tienen la misma dirección
de unos labios que huelen a licor y a despedida
mientras reconstruyo el requiebro
que no sabré decirte cuando vuelvan las hadas,
cuando la nube roja se apodere del levante
y detenga la elegancia de tu rostro
en el cielo que surcan los halcones
cerca del Mirador que mece el barco perdido
del arroz
que agoniza desde entonces en la lengua de la gente
inundando la tierra empinada y dura
que mira con fijeza
a los ojos temblorosos del Estrecho.
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Debo tener en cuenta lo que me dijiste algún día y no escuchar tu silencio de ahora.