miércoles, 24 de agosto de 2016

Un nido de víboras.

        

        El exilio americano de Saint-Exupéry pasa por ser la etapa más sombría y confusa de su vida, una encrucijada de sentimientos le sometió a las pruebas más exigentes y penosas, el hombre que había preconizado la culminación personal a través de la superación de los obstáculos se vio acorralado por la magnitud de lo que estaba en juego; ni más ni menos que la convivencia de todo un país que había claudicado moralmente ante las exigencias implacables de la guerra.

Era un hombre de apenas cuarenta años, pero estaba muy mermado físicamente por los muchos accidentes que habían jalonado su trayectoria como piloto. Le dolía la mandíbula, tenía tan lastimada la espalda que era incapaz, como se demostraría en su posterior incorporación al combate en el Norte de África, de enfundarse sin ayuda el equipo de piloto, sufría insomnio y vértigo, tenía catorce fracturas, algunas de ellas mal resueltas, daba síntomas visibles de estar un poco cansado de su proyecto más ambicioso como escritor, la deslumbrante para algunos y obtusa y pretenciosa, para muchos otros, "Ciudadela[i]". Cada vez estaba más convencido de que era un sueño imposible de la misma magnitud que el que arrastraría a Orson Welles[ii] veinte años más tarde cuando perseguía traducir en imágenes el mensaje sublime del "Quijote". Preguntado, por los allegados que conocían el proyecto, por la fecha de su publicación solía contestar con amarga ironía que "Ciudadela" sería una obra póstuma, hasta tal punto estaba convencido de que nunca la consideraría terminada por muchos años que viviera.

        Saint-Exupéry llegó solo a Nueva York, y ahí permanecería casi todo el tiempo, sin llegar a congeniar con la numerosa colonia francesa[iii] en la que, a grandes rasgos, observaba la misma división que había dejado atrás, pero aún más carente de sentido[iv], ni con los neoyorquinos de quienes le separaba el abismo del idioma.

Visitaría dos veces Los Ángeles para reunirse con el gran director de cine Jean Renoir[v], se habían conocido en el Siboney, el barco que llevó a ambos a la otra orilla, y se mostró apasionado con la propuesta que le hizo de adaptar un guion de "Tierra de los hombres" y llevarla a la pantalla. Apartaron el proyecto ante la vulgaridad  y la falta de sensibilidad artística del productor con el que habían contactado que todo lo sometía a los condicionamientos comerciales. 

Una incursión en Quebec, en mayo de 1942, acompañado ya por Consuelo Suncín, su esposa,  para dar unas conferencias, tuvo connotaciones desagradables y algo que debía durar unos días se prolongó durante cinco semanas ya que tuvieron problemas con los visados, probablemente provocados por exiliados franceses influyentes que presionaron a las autoridades norteamericanas para que encontraran alguna irregularidad. Llegó a haber sospechas serias de que fuera un espía a cargo de Vichy.

El incidente que habría de tener unas repercusiones más negativas sobre el delicado estado anímico en el que se encontraba estuvo relacionado con la falta de química evidente que tenía con el general de Gaulle y que se manifestó desde los primeros contactos cuando éste le animaba desde Londres a que se uniera a la única resistencia francesa mínimamente organizada. Saint-Exupéry rechazó sus ofrecimientos despertando en de Gaulle su perfil más vengativo e intolerante ya que no habría de olvidar esta afrenta ni cuando su rival había muerto y la guerra terminado. Las declaraciones de Saint-Exupéry sobre de Gaulle no fueron muchas, pero sí rotundas acerca de lo que pensaba de él, decía que pretendía ser un césar francés, que le recordaba a Franco[vi] en tanto que militar, autoritario y enemigo de la libertad y, casi al final, cuando los gaullistas se habían cebado con él y lo habían descentrado, lo ponía casi a la misma altura que Hitler, en una apreciación hiperbólica y desafortunada.

El que podemos considerar el error más apreciable de su vida pública iba a facilitar la labor de sus enemigos: su extraño y, hasta cierto punto, ambiguo punto de vista sobre el régimen de Vichy y el viejo mariscal Pétain.  Conocedor de primera mano de la indefensión absoluta del ejército francés ante los alemanes, acogió como necesaria la firma del armisticio, lo contrario solo podía conducir a una carnicería sin precedentes, y respetó al arbitrario militar que reunía todos los poderes en su persona y, más aún, ante la desaparición en el proceso de la derrota de la III República, consideraba como legítimo al “Estado francés” que se había creado en una zona que nunca sería libre y que mimetizaría, hasta unos límites insospechados, su sintonía con los nazis imitándoles en los crímenes y en las deportaciones. Aunque no compartiera sus ideas y no las soportara otorgaba a Pétain la responsabilidad de la persistencia de Francia como nación, pero el edificio que conservaba su existencia se había levantado sobre los cimientos de la injusticia y la persecución de todo aquel que fuera distinto[vii].

Saint-Exupéry se desmarcó[viii] amargamente de Vichy cuando se eligió a Pierre Laval[ix], el mejor amigo de los alemanes, como Presidente del Consejo. Cuenta Philippe Lançon en el excelente artículo titulado “El exilio americano de Saint-Exupéry” que, encontrándose en un café de Vichy, en diciembre de 1940, donde tramitaba su visado, entró Pierre Laval y no pudo reprimir decir en voz alta; “Aquí tenemos a quien está vendiendo Francia”. Al advertir su inconsciencia y calibrar las dimensiones del problema en el que se había metido, solo pudo añadir, dándolo todo por perdido; “Bueno, ahora que hemos dicho lo suficiente para que mañana nos fusilen al amanecer, vayamos a pasear.”. Drieu La Rochelle, un escritor que había abrazado el nazismo y al que conocía desde que ambos colaboraran en la revista Marianne, le ayudó a gestionar su visado y a que llegara sin problemas a Paris, primer paso para llegar a los Estados Unidos.

Ya en Nueva York, en 1942, una distinción que le había otorgado el régimen de Vichy ante su estupor y que no tardó en rechazar volvía a situarlo en el centro de la tormenta. Los gaullistas solo entendían que se perteneciera a una de las dos opciones más representativas que ofrecía Francia; "si no estabas con ellos, estabas con Vichy y, por lo tanto, contra ellos". Y no se preocuparon mucho por llegar al fondo del asunto, ni donde debían situarse los amantes de la libertad que, forzosamente, no estarían con ninguno de ellos. No les interesaba, la calumnia hacía daño que era el principal objetivo. Había que  desacreditarle por todos los medios aunque fuera utilizando pretextos que faltaran a la verdad. A consecuencia de unos ataques despiadados en los que se le acusaba de los hechos más inverosímiles, acabó cediendo a la bebida y se empapó de una melancolía mórbida que le hizo perder su habilidad proverbial para relacionarse. Entre la tensión continua de su matrimonio con Consuelo, las visitas de su amante Nelly de Vogüé que le presionaba para que rompiera con su mujer de una vez, apareció la joven periodista Sylvia Hamilton que se enamoró de él en una conferencia mientras le pedía a un amigo que tradujera lo que decía. Sylvia fue ese rayo de luz que le ayudó a levantarse, aunque la despertaba intempestivamente a cualquier hora de la madrugada solicitándole cualquier licor y algo de comer, entre otras cosas.

        Archivos desvelados recientemente, sitúan a Saint-Exupéry, con el beneplácito del gobierno norteamericano, como alternativa a De Gaulle para sustituirle como cabeza visible de la Resistencia. No parece que tuviera mucha consistencia esta propuesta dada la inclinación natural que tenía a sentirse libre y su repulsa a los compromisos clientelistas tan difíciles de evitar en la progresión hacia el poder. El rechazo de buena parte de los franceses con quienes compartía el exilio y de los intelectuales, tanto de izquierdas como de derechas, hubiera hecho lo posible para no respetar  su elección.

        La historia nos enseña que los filósofos nunca han sabido manejar los hilos de la política y fallaban estrepitosamente cuando se trataba de trasladar sus teorías a un marco real, ni siquiera el más grande de todos, el que supo articular casi todas las formas posibles de gobierno, nos estamos refiriendo, por supuesto, a Platón, escapó de ello, teniendo unas experiencias lamentables con los tiranos de Siracusa. 

        Insistimos en que, Saint-Exupéry no era pragmático, sino idealista, con todas las puntualizaciones que se quiera[x], y no supo ganarse el aprecio de la colonia francesa porque desaprobaba el comportamiento de la mayoría de ellos y lo dotaba de coherencia[xi] con su actitud, la sinceridad que empezó a exhibir con su comportamiento indiferente y retraído que le provocaba un malestar inexplicable y una tristeza confusa antes de embarcar en Lisboa; no dejaba escapar oportunidad de mostrar su rechazo, de ahí su fracaso como resistente; no fue decisivo en que los Estados Unidos entraran en guerra[xii] y no fue capaz de aglutinar en torno suyo a sus compatriotas influyentes. Queda en los archivos, pero nunca fue una propuesta con visos de llevarse a cabo la que le ofreció el gobierno americano. El éxito como escritor a escala mundial que supuso esta etapa quedó totalmente oscurecido por su fracaso como resistente.

Saint-Exupéry, a raíz de este episodio, vivió los momentos más angustiosos, probablemente, de su vida, los serios problemas con la bebida de los que ya hemos hablado fueron una consecuencia dramática de ello, y el silencio que se enseñoreó del hombre que nunca dejaba de hablar.

Pero el panorama se le iba aclarando algo, casi al final, empezaba a conectar con los norteamericanos que tanto admiraban su obra, sobre todo los jóvenes con su entusiasmo prístino le aclamaban en sus conferencias como si fuera una estrella de la canción, y sonreía cuando valoraba seriamente la posibilidad de volver a la guerra que tanto odiaba y aportar su entrega para colaborar, como el hombre de acción que era, en acabar con ella.





[i] Ciudadela se publicaría en 1948, sería la amante más constante de su vida, Nelly de Vogúé, quien facilitaría el material que él le había entregado. A pesar de su carácter de obra incompleta, "Ciudadela" aporta ella sola casi tantas páginas como el resto de su obra junta. Aunque no falta quien la califique como su obra maestra, lo cierto es que pasa por ser el único fracaso de crítica de Saint-Exupéry e incluso algunos de sus seguidores más recalcitrantes no acaban de verla a la altura de "Tierra de los hombres" o "Piloto de guerra", achacándolo, principalmente, a una desafortunada ordenación del contenido del manuscrito y la indefinición de su mensaje moral y filosófico aprisionado en la ampulosidad y una ausencia de la sencillez prístina que impregnara otras obras suyas como "El pequeño príncipe". 

[ii] Orson Welles llegó a escribir un guion de “El pequeño príncipe”, proyecto que, como tantos otros, no pudo llevar a cabo por falta de financiación.

[iii] Se calcula que había más de 20.000 franceses entre Nueva York y Los Ángeles.

[iv] La mayoría había aprovechado su situación económica para escapar de la guerra sin preocuparse demasiado por los compatriotas que sufrían en Francia y llevaban un ritmo de vida lujoso y disipado que no quería saber nada de lo que ocurría en su país.

[v] Siendo Francia un país que ha dado cineastas de gran valía no resulta fácil decantarse por uno de ellos. Somos muchos los que pensamos que no hay ninguno como Jean Renoir. Tiene en “La gran ilusión” uno de los alegatos más tiernos y terribles contra la guerra, casi a la altura de la mejor película antimilitarista de la historia; “Senderos de gloria” de Stanley Kubrick. 

[vi] Vamos a admitir lo positivo que hay en que no le gustara De Gaulle pero una gran parte de los españoles no hubiera dudado en cambiarlo por Franco. Por lo tanto, o bien desconocía la barbarie vengativa que, en esos mismos momentos, Franco estaba cometiendo o pensaba que de Gaulle era peor de lo que se acabó demostrando.

[vii] Un ejemplo más de que no se debe generalizar lo hallamos en una información confirmada de que había muchos vichystas que eran conservadores y tradicionalistas pero no comulgaban con los nazis y los identificaban como el mayor enemigo.

[viii] No quisiera confundir, Saint-Exupéry no estuvo con Vichy ni un solo momento, y era consciente de la dureza inflexible y desconsiderada que Pétain había heredado del Estado Mayor Militar francés que ganó la I Primera Guerra mundial y se había sustentado en los mismos principios que primaban la disciplina y un sostenimiento esperpéntico del honor sobre la verdad y la piedad en el affaire Dreyfus, cuya defensa apasionada llevada a cabo por Émile Zola provocaría la caída de la II República y la liberación de un inocente.

[ix] Lo más sorprendente de esta historia es que Saint-Exupéry, ya en 1943, volvía a mostrar respeto, eso sí con excesivos reparos y matizaciones, por la figura de Pétain, con la que no congeniaba en absoluto, pensando que había salvado los muebles y seguía insistiendo en la perversa de Laval, que, tras un paréntesis fuera del gobierno, había vuelto, impuesto por los alemanes para inaugurar el período más trágico de Vichy, con deportaciones masivas de judíos y comunistas. Es evidente que Laval era la figura más siniestra de aquella locura, en su horror, inclasificable, pero estaba claro que Pétain tenía una responsabilidad directa e inexcusable en aquel crimen.

[x] Saint-Exupéry tenía una admiración sin límites por Platón, comprendía pero no compartía su idea de unos arquetipos perfectos e inmutables. Incluso evolucionó hacia un relativismo con un hondo sustrato democrático que se oponía al de la aristocracia moral de los mejores de Platón. Podríamos calificarle, sin temor a equivocarnos, como el más realista entre los idealistas.

[xi] Fue muy duro con sus comentarios, se refería a sus compatriotas exiliados como moradores de un avispero y, en los momentos de mayor tensión, elevó el listón para convertirlos en los moradores de un nido de víboras. No era una forma muy afortunada de hacer campaña.

[xii] Hay que admitir que participar en una guerra  tiene muchas implicaciones morales. Estados Unidos perdió, no en el mismo grado que Alemania, Francia o el Reino Unido, una juventud brillante y prometedora durante la I Guerra Mundial y no se decidía a emprender otra contienda por la insistencia en la locura de los europeos, solo una provocación directa podía provocarlo. Así fue, el ataque sorpresa japonés a Pearl Harbour, el 7 de diciembre de 1941, cambiaría el curso de la historia con la entrada de Estados Unidos en la guerra. 

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