viernes, 26 de agosto de 2016

Sobre la amistad y la religión en la sociedad post-consumista.


    

      

Todas las decepciones caben en una lágrima. La vulgaridad unifica, el amor sigue buscando agónicamente su camino pero los edificios interrumpen su paso en la ciudad que ha perdido el culto a la ternura y al arte que nos ayudaban a morir de pie cuando solo quedaba el orgullo de haber vivido, ya no lloramos por un pájaro muerto, ya no soñamos con un gran amor, el tiempo nos ha quitado las maletas de la mano y el carnet del bolsillo de la camisa. Hay un silencio de sombras en el sol ardiente del verano y no llega el tren de la tarde que sale cada mañana. Adoramos a un dios implacable que nos amarra a nuestro deseo de poseer lo inaprensible, a una forma de vida donde se apaga la música mientras la escriben los locos en el muro de una fábrica de cera. Es un dios más tiránico, más severo que el de siempre, porque existe, lo veo en los ojos de la gente que me cruzo mientras voy a una calle cuyo nombre no recuerdo habitada siempre por desconocidos, en la lengua que no se pregunta, siquiera, sobre el sexo de los ángeles.

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Debo tener en cuenta lo que me dijiste algún día y no escuchar tu silencio de ahora.